




























































































Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Prepara tus exámenes con los documentos que comparten otros estudiantes como tú en Docsity
Los mejores documentos en venta realizados por estudiantes que han terminado sus estudios
Estudia con lecciones y exámenes resueltos basados en los programas académicos de las mejores universidades
Responde a preguntas de exámenes reales y pon a prueba tu preparación
Consigue puntos base para descargar
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Comunidad
Pide ayuda a la comunidad y resuelve tus dudas de estudio
Descubre las mejores universidades de tu país según los usuarios de Docsity
Ebooks gratuitos
Descarga nuestras guías gratuitas sobre técnicas de estudio, métodos para controlar la ansiedad y consejos para la tesis preparadas por los tutores de Docsity
libro de experiencia, muy practico para el saber
Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones
1 / 161
Esta página no es visible en la vista previa
¡No te pierdas las partes importantes!
Capítulo I. EL SABER Y SU RELACIÓN CON LA OPINIÓN. Pp. 17-66.
Dicho de otro modo aún: en un caso de ésos, lo mismo que conjeturamos y creemos llega a ser lo que finalmente sabemos. En lenguaje técnico de muchos filósofos: el "objeto" (en un sentido amplio del que habremos de hablar posteriormente, la "cosa de que trata") de la conjetura, la opinión y el saber puede ser el mismo. Esta posibilidad de relación entre el saber y la opinión — el que
puedan tratar sobre lo mismo— , que parece tan clara si reflexionamos sobre ejemplos completamente normales como el presentado, ha sido negada al menos por uno de los más grandes filósofos de la historia. En efecto, en un conocí-do pasaje de La república — uno de los abundantísimos pasajes fascinantes de su obra— Platón argumenta, por boca de Sócrates, que lo que sabemos es necesariamente de naturaleza distinta a aquello sobre lo que mantenemos una opinión. De ser ello así — de tener razón Platón en esto— , la conclusión a la que habíamos llegado al hilo de nuestro ejemplo no sería más que expresión de una de tantas creencias de sentido común que los filósofos de todas las épocas nos han urgido a revisar y finalmente a abandonar, por hallarse — según tales filósofos— faltas de apoyo razonable una vez que se las inspecciona atentamente. Como nos importa indagar en los diversos aspectos de la relación de la opinión como el saber, nos compete examinar las razones de "Sócrates": [Sócrates] Comenzaré situando las capacidades en una clase propia: son poderes que hay en nosotros y en todas las demás cosas, por medio de los que hacemos lo que hacemos. Son capacidades nuestras, por ejemplo, el ver y el oír. ¿He explicado claramente a qué clase me refiero? [Glaucón] Sí, lo entiendo muy bien. — Deja entonces que te diga lo que pienso sobre ellas. No son algo que veamos, y, por lo tanto, las distinciones de figura, color y otras parecidas, que me capacitan para discernir las diferencias de algunas cosas, no se aplican a ellas. Al hablar de una capacidad, pienso solamente en su dominio de aplicación y en su resultado; y a la que se aplica al mismo dominio y tiene el mismo resultado la considero la misma capacidad, pero la que tiene otro dominio de aplicación y otro resultado la considero una distinta. ¿Qué dirías tú a esto? — Lo mismo. — ¿Serás entonces tan amable de responderme una pregunta más? ¿Dirías que el saber es una capacidad o cómo lo clasificarías? — Ciertamente el saber es una capacidad, la más poderosa de todas las capacidades. — ¿Y la opinión? ¿Es también una capacidad? — Ciertamente, pues la opinión no es sino aquello en virtud de lo
cual nos podemos formar opiniones. — Pero ¿no admitiste hace un rato que el saber no es lo mismo que el opinar? — Claro, ¿cómo podría nadie en sus cabales identificar lo que es infalible con lo que es falible? — Excelente respuesta, que muestra que tenemos clara una distinción entre ambas cosas. — Sí. — Por lo tanto, al ser el saber y la opinión capacidades distintas, ¿tienen diferentes dominios, es decir, tratan de cosas diferentes? — Cierto. — ¿Presumiblemente es la realidad el dominio o aquello de lo que trata el saber, es decir, que saber es conocer la realidad tal como es? — Sí. — ¿Y la opinión consiste en tener opiniones? — Sí. — ¿Y se sabe lo mismo que se opina? Es decir, ¿el objeto de la opinión es lo mismo que el objeto del saber? — En absoluto, ya hemos refutado eso; si la diferencia de capacidades implica diferencia de dominios — diferencia en aquello de lo que tratan— y si, como estamos diciendo, la opinón y el saber son capacidades distintas, entonces el dominio del saber y el de la opinión no pueden ser lo mismo. (Platón, La república, 477b-478b.) Como podemos ver, si reflexionamos sobre el argumento que aquí presenta "Sócrates", la primera premisa del mismo es que diferentes capacidades conciernen a esferas o dominios de objetos también diferentes; la segunda, que la opinión y el saber son capacidades diferentes; y la conclusión, que la opinión y el saber conciernen a esferas o dominios de objetos diferentes, es decir, aquello sobre lo que uno puede opinar pertenece a una esfera o dominio distinto del abarcado por lo que uno sabe. Se sigue de ello que no puede ser nunca que aquello sobre lo que uno meramente opina en un momento dado — el "objeto" de la opinión, como dice Platón— sea, al aumentar la información, lo mismo que uno sabe con posterioridad — el "objeto" del saber. La buena filosofía nos enseña que debemos abandonar cualquier creencia u opinión que tengamos, por más arraigada que esté, cuando
existan buenas razones para hacerlo. Pero también nos enseña a ser precavidos y mirar con cierta sospecha inicial las tesis filosóficas que se oponen a creencias mantenidas general y firmemente. Y la creencia contraria a la conclusión del razonamiento anterior sin duda lo es, pues están totalmente a mano los ejemplos que entran directamente en conflicto con la tesis de que nunca puede ser que lo que uno meramente opina en un momento dado sea lo mismo que uno sabe con posterioridad. Ya hemos visto uno; considérese ahora este otro. Un juez puede formarse, ante los primeros indicios claros, la opinión provisional de que un cierto sujeto es el jefe de una banda de narcotraficantes, pongamos por caso. Según los resultados posteriores de la investigación, puede que ese juez llegue a abandonar tal creencia; pero también puede suceder que las pruebas y testimonios se acumulen de forma abrumadora, de manera que perfectamente podamos decir que el juez ya sabe que la persona en cuestión es el jefe de tal banda. Lo que antes opinaba provisionalmente es lo mismo que posteriormente sabe. Cuando una de las tesis filosóficas contrarias a nuestras creencias firmes y generales es el resultado de un argumento (como debe mínimamente ser para aspirar a merecer nuestra atención), y el argumento es impecable desde un punto de vista lógico (como sin duda lo es el argumento anterior), la actitud crítica mencionada al comienzo del párrafo anterior nos ha de llevar a examinar las premisas de que se sirve ese argumento para apoyar esa conclusión que nos sorprende porque, como mínimo aparentemente, es contraria a lo que nos sentimos naturalmente inclinados a aceptar como verdadero. En el caso del mencionado argumento de Platón en La república, ya la primera premisa resulta sospechosa. Podemos pensar en casos comunes — casos generalmente conocidos— de capacidades para ver si encontramos apoyo para sostener esa premisa, y, si nos ponemos a ello, pronto encontraremos justamente lo contrario. Por ejemplo, el vino es el objeto común del vinicultor que se dedica a su elaboración o su comercialización, del enólogo que se dedica a estudiar la forma de mejorarlo, del catador que se dedica a describir sus propiedades en la degustación y del consumidor aficionado que se dedica a comprarlos, clasificarlos y compararlos. Esas personas exhiben, sin duda, capacidades diferentes al tratar con el mismo
"dejarse llevar" y aplicar al caso de la opinión y el saber lo que creemos haber aprendido en el caso de la percepción. Al proceder así estaríamos tomando la percepción como modelo para extraer conclusiones sobre el saber. Esto es precisamente lo que parece que hizo Platón (el Platón, digamos, de La república). Mas precisamente, lo que tendríamos es una asimilación analógica del saber con la percepción que consistiría, al menos, en estas tres cosas: 1) se parte de suponer que fundamentalmente la percepción tiene, dicho en términos modernos, un contenido no proposicional (como en 'S ve o', donde 'o' está en lugar de cualquier término singular; en contraste con 'S ve que p, donde 'p' está en lugar de un enunciado), de manera que, por así decir, la percepción es percepción de cosas (en el sentido restringido del término, no en el sentido más general en que puede abarcar todo), no de hechos; 2) el saber, como la percepción en el supuesto anterior, es saber de cosas u objetos; 3) en el saber, la mente está en una suerte de contacto directo (una relación como la que Russell llamaría 'acquaintance'; cf. § 1.3) con su objeto (inteligible), lo mismo que en la percepción se supone que se está en contacto directo con el suyo (la cualidad sensible). Es de este modo en que, resumiendo, puede decirse que el saber es una aprehensión inteligible de las cosas análoga a la captación sensible; en el primero aprehendemos lo que hay de inteligible en las cosas de una manera análoga (pues involucra "contacto directo") a como en la percepción captamos lo que hay de sensible (las cualidades sensibles). Además, el saber no es saber proposicional, no consiste en proposiciones (cf. §§ 1.2 y 3). Con todo esto, la posición de Platón acerca de la separación radical de los objetos de la opinión y el saber, y, con ella, la separación radical de la opinión y el saber mismos adquiere posiblemente una mayor plausibilidad inicial. Ha de recordarse, no obstante, que contra esa separación radical militan aún las fuertes intuiciones de que hemos hablado al comienzo, que parecen mostrar que es lo mismo que en un momento alguien conjetura o cree lo que puede ser sabido, al aumentar la información, digamos. Podría aducirse aquí que al poner de manifiesto estas intuiciones estamos utilizando ejemplos cotidianos, hablando del saber en el sentido laxo del habla común, mientras que Platón hablaba del saber
genuino o saber científico. Pero es dudoso que esta alegación sea aquí pertinente, porque, al menos en el sentido que le damos hoy a este término, es fácil encontrar ejemplos del campo científico (el médico puede conjeturar, al examinar táctilmente a un paciente, que ciertas arterias no se encuentran en su condición normal, y puede pasar a creerlo con mayor firmeza al contrastar su parecer con el de otros médicos; al contemplar el resultado de una ecografía o de una arteriografía de las arterias en cuestión, podemos decir que eso mismo que creía es algo que ahora sabe: que el paciente tiene tal o cual problema en dichas arterias). La apelación a separar el "genuino saber" del saber en un sentido más corriente se da en varias ocasiones y en variadas circunstancias en la historia de la filosofía. Tendremos ocasión de examinar una apelación así en un contexto distinto, en ocasión de la discusión sobre el escepticismo que Descartes trató de hacer razonable, en el siguiente capítulo. Desde la perspectiva metodológico-filosófica de este libro tal separación es difícil de justificar, pero esa perspectiva se comprenderá mejor después de haber expuesto desde ella un buen número de temas epistemológicos, con lo que se estará en mejores condiciones de hacerla explícita y discutirla (cf. V.6 a 9). De modo que es conveniente no proseguir aquí la discusión del tema. Aunque en las secciones siguientes se expone una concepción según la cual, como mínimo en casos que son especialmente relevantes, opinión y saber no se distinguen por sus objetos, ha de quedar claro que nada de lo dicho nos debería llevar a creer que no hay diferencias muy importantes entre opinión y saber. Algunas de estas diferencias se aclaran en este primer capítulo. En realidad, Platón, en el Teeteto, fue el primero en explorar la ruta que seguiremos. Además de las secciones que siguen, el lector puede ver el apéndice 1.1 para ampliar la información sobre su posición. En las secciones 8 y 9 de este capítulo y especialmente en el capítulo siguiente, trataremos aún de otra presunta diferencia entre el saber y la opinión, cuyo rastro puede también seguirse hasta Platón (por ejemplo, en el propio texto que se ha citado de La república): que el saber es infalible, mientras que la opinión es falible.
"cosas" que sabemos cuando sabemos algo o aquello sobre lo que opinamos cuando mantenemos esta o aquella opinión? Supongamos que en una conversación casual alguien nos dice que hasta el año 1965 no les fueron reconocidos plenos derechos de ciudadanía a los aborígenes australianos. Quizá no tenemos por qué creer al que así habló en esa ocasión, pero supongamos que es una persona seria y que, si bien no tiene ninguna competencia especial en la materia, está generalmente bien informada, de manera que creemos lo que dice; es decir, nos formamos — tal vez provisionalmente— la opinión de que hasta un tiempo tan relativamente reciente como 1965 no se reconoció la plena ciudadanía (australiana) a los aborígenes de Australia. Supongamos que la cuestión nos interesa lo suficiente como para seguir indagando en el tema. Puede suceder que entremos en contacto con un experto en la historia de Australia, o que consultemos enciclopedias o bases de datos solventes y que esas fuentes nos digan que, en efecto, hasta 1965 no les fueron reconocidos tales derechos a los aborígenes australianos. En un momento determinado de esa investigación sería sensato afirmar que lo que antes sólo sospechábamos o creíamos u opinábamos ha pasado a ser algo que sabemos. Sabemos ahora que hasta 1965 no les fueron reconocidos plenos derechos de ciudadanía a los aborígenes australianos. El caso es que necesitamos un rótulo lo suficientemente general como para abarcar, si no todo, al menos buena parte de lo que se cree y se sabe. Lo que creemos, opinamos o sabemos lo expresamos (al menos típicamente) en enunciados. Cuando decimos (atribuyendo opiniones o saberes a otro variando la forma del verbo, a uno mismo— ):
enunciados muy diferentes (esto es especialmente claro si hablamos idiomas distintos). Necesitamos un término para aplicarlo a esos "algos" que los enunciados expresan. Siguiendo un amplio consenso existente hoy en día entre los filósofos que más se han ocupado de estas cuestiones, convendremos en llamar 'proposiciones' a aquello que se expresa en enunciados, y por tanto, a aquello que es creído, opinado o sabido. Así pues, 'proposición' es una denominación genérica para esos "algos" de que hablábamos, los "objetos" del conocer y el saber, lo que o aquello que se cree y/o se sabe. Así, si creo que Einstein realizó sus contribuciones más importantes a la física siendo muy joven o si sé que los aborígenes australianos no alcanzaron sus plenos derechos de ciudadanía hasta 1965, aquello que creo o sé — o como solemos decir, lo que creo o sé— son proposiciones. Decir esto no es sino seguir una convención generalizada entre un amplio número de filósofos, una convención para tener una denominación completamente general que cubra a los "objetos" del saber y la opinión. No es, desde luego, decir nada todavía sobre qué tipo de cosa es aquello que creo o aquello que sé, cuál, por así decir, es su naturaleza, pues nada se ha dicho sobre la naturaleza de eso que estamos llamando 'proposiciones'. En otras épocas de la historia de la filosofía se han aplicado denominaciones genéricas diferentes a los "objetos" del conocer y el saber. Así, no hace mucho tiempo que una terminología corriente era decir juicios' donde nosotros decimos 'proposiciones'. Ésta era la terminología de Kant, uno de los más grande epistemólogos del pasado, quien, debido precisamente a la importancia de su obra, influyó en que otros filósofos utilizaran ese mismo término como denominación genérica de lo que se cree y lo que se sabe. Con anterioridad a Kant, epistemólogos tan importantes como Locke y Hume utilizaban el término 'idea' para el mismo propósito, aunque este término tenía un carácter todavía más general (por ejemplo, la idea de triángulo o la idea del color verde no son proposiciones, pues las proposiciones se expresan en enunciados — en este sentido tienen carácter enunciativo— y las palabras 'triángulo' o 'verde' no son enunciados). Y Descartes y Leibniz utilizaron aún otros términos. Como ocurre en muchos de los casos de cambios de terminología en
pero aquí, como hemos dicho, no se utilizará nunca para hacer referencia a los enunciados de un lenguaje público, sino para referirnos a lo que tales enunciados expresan. Con esto no prejuzgamos la posición de filósofos que, como Quine, aducen argumentos contra tal concepción abstracta de las proposiciones y sostienen que los "objetos" que el epistemólogo ha de tomar en consideración son precisamente los enunciados de los lenguajes públicos. Incluso tales filósofos, al tener que argumentar sus tesis, utilizan con frecuencia el término 'proposición' en el sentido abstracto, aunque sea provisionalmente (éste es el caso del propio Quine). Por lo demás, a menudo puede resultar conveniente o incluso necesario para el epistemólogo tomar en consideración los enunciados de un lenguaje público, en lugar de las proposiciones (en nuestro sentido), pero ésta es, desde luego, una cuestión distinta. Advirtamos por último que el término 'proposición' tiene otras acepciones. Se llama también 'proposición' a una propuesta, y en matemáticas frecuentemente se llama 'proposición' a un teorema. Ninguno de estos usos son relevantes aquí.
siempre un tipo de objeto más "mundano" que una proposición. Esto, claro está, no originaría por sí solo ningún problema a la posición mantenida en el apartado anterior sobre los objetos del saber si aquí pudiéramos ver un contraste decisivo entre conocer y saber. Saber sería una cosa (saber proposicional) y conocer otra. Veamos qué puede decirse sobre esto. Para empezar, a primera vista al menos, el lenguaje común parece apoyar una distinción nítida entre casos de conocer y casos de saber, pues simplemente no podríamos intercambiar ambos verbos en los enunciados en los que tiene sentido utilizar uno u otro de ellos. Esto lo ilustran bien los ejemplos anteriores (trátese de sustituir en ellos el verbo 'conocer' por el verbo 'saber') y los ejemplos siguientes (trátese de efectuar la sustitución inversa): (5) El presidente sabe que su popularidad ha bajado en los últimos meses. (6) Juan no sabe que Kuala-Lumpur es la capital de Malasia. (7) ¿Sabes que ayer hubo un accidente muy grave en el pueblo? (8) Juan no sabe que el profesor de Epistemología tiene la nariz larga. Existe en general un contraste lingüístico marcado en diversas lenguas entre sus respectivos equivalentes aproximados a 'conocer' y 'saber': en latín, entre 'cognoscere' y 'scire', en lenguas derivadas del latín como el francés ('connaítre' y 'savoir'), en catalán ('coneixer' y 'saber'), en alemán ('kennen' y 'wissen') e incluso en el inglés antiguo ('ken' y 'wiss'). Este contraste es indudable, por más que en algún caso concreto a uno le pueda tal vez parecer que, con cierto "forcejeo", puede acomodar en alguna oración uno de los dos verbos en el lugar del otro. La cuestión es: ¿qué importancia hay que darle a este hecho? Diversas consideraciones parecerían apoyar que el contraste es más bien un rasgo superficial de ciertos usos lingüísticos. Podría aducirse, en primer lugar, que hay lenguas que no hacen la distinción. El inglés moderno es un ejemplo destacado (con el verbo 'to know' como único verbo para construir los equivalentes de oraciones con 'conocer' y 'saber'). Incluso en las lenguas que la hacen, parece haber casos limítrofes donde se obtiene un efecto muy similar con los dos
verbos: (9) ¿Conoces el olor del romero? / ¿Sabes cómo huele el romero? (10) Todavía no conozco al profesor de Epistemología / Todavía no sé qué pinta tiene el profesor de Epistemología. Sin embargo, se podría dudar de que estos ejemplos sean realmente pertinentes, porque en ellos no tenemos la expresión canónica (es decir, no tenemos 'saber que', sino 'saber cómo' y 'saber qué') y se podría aducir además que lo que viene a continuación del verbo 'saber' no es un enunciado (una oración declarativa). De todos modos, lo que parece implausible es que saber (el saber proposicional) y conocer sean dos cosas completamente independientes. De manera que tal vez pueda plantearse mejor la cuestión haciendo la pregunta: ¿qué relación, si es que alguna, tiene conocer con saber (o saber con conocer)? Una posibilidad es sostener que los casos que usualmente describimos como 'conocer' no son sino casos complejos de saber proposicional. Es decir, sostener que lo básico son los casos de saber proposicional y que todos los demás casos — entre ellos los casos que describimos con el verbo 'conocer'— son reducibles a esos casos básicos. Esta posición equivaldría, pues, a mantener que los objetos del saber son siempre el tipo de objetos preposicionales abstractos a los que hemos aludido en el apartado anterior y que no hay nada relacionado con el saber que no sea, en definitiva, saber proposicional. Este reduccionismo no sólo afectaría a casos describibles con el verbo 'conocer', sino a otros casos en que utilizamos el propio verbo 'saber'. Así, por ejemplo, la expresión (11) podría analizarse como la disyunción de (12) y (13): (11) María sí sabe si Juan vendrá. (12) María sabe que Juan vendrá. (13) María sabe que Juan no vendrá. En casos como éste, la manera de efectuar la reducción es fácil de encontrar, pero eso no es así en otros casos, y podría ser que los anteriores fueran engañosamente simples. Por ejemplo, no es tan fácil ver cómo iría la reducción en casos como los que presentan los siguientes enunciados (14) y (15): (14) Sé cómo huele el romero.
(15) Ya sé al menos qué pinta tiene el profesor de Epistemología. ¿Cómo expresaríamos casos como éstos en términos de 'saber qué'? ¿Podríamos hacerlo? Estos casos, en los que utilizamos el verbo 'saber', están próximos a casos que expresamos con 'conocer' [véanse (9) y (10)]. Aún es mayor la proximidad en el tipo que ejemplifica 'Se saben/conocen pocas cosas acerca de la vida privada de Isaac Newton'. De modo que surge la cuestión de si realmente en los casos que expresamos con 'conocer' y en casos próximos que expresaríamos con 'saber' todo se reduce a saber proposicional. ¿Podríamos, por ejemplo, explicar los casos típicos en que decimos que conocemos a una persona como casos de 'saber proposicional'? El reduccionista diría que sí, que conocer a una persona no es sino saber una serie de hechos acerca de ella {que es rubia o morena, alta o baja, que tiene tal o cual carácter, que reacciona de tal y cual modo ante tales y cuales circunstancias, que...). Pero ¿es esto todo? ¿No parece implausible pensar que el conocimiento que se tiene de alguien se agota en el saber proposicional? Bien, en todo caso éste no es el lugar o el momento para tratar de proseguir seriamente la cuestión, porque si entráramos a fondo en su discusión nos veríamos pronto prematuramente inmersos en algunos de los problemas más complejos de la epistemología. Ciertamente, a lo largo de la historia y en el presente, muchos filósofos, por motivos diversos, han rechazado este reduccionismo al saber proposicional. ¿Puede," por ejemplo, el saber o conocer que hay o parece haber implicado en nuestra experiencia personal explicarse, en principio, como saber proposicional? Como veremos con mayor detalle en la última sección del libro, un cierto número de filósofos actuales han argumentado que al menos hay algo en nuestra experiencia que el saber proposicional no puede captar, y ello es lo que a veces se llama la "cualidad subjetiva" de la experiencia. Por poner un ejemplo sencillo, si uno no ha probado una cierta sustancia o un cierto alimento, por más saber proposicional que pueda adquirir sobre esa sustancia o alimento, parece que siempre le faltará saber algo: saber qué sabor tiene, a qué sabe. Hay filósofos que han ido mucho más allá que los filósofos a los que se acaba de aludir a la hora de enfrentar lo que se obtiene o puede
identificar un objeto: mediante una descripción que informe sobre propiedades que ese objeto únicamente posee, o teniendo o habiendo tenido algún tipo de "contacto directo" con el mismo. En los términos de Russell, se puede tener conocimiento por descripción (knowledge by description) de un objeto o conocimiento por "familiarización" o por "contacto" {knowledge by acquaintance), es decir, conocimiento por estar "familiarizados" con el objeto de un modo u otro, por haber entrado en algún tipo de "contacto" con el mismo (tal vez el tipo de "contacto" que sugiere el uso común del verbo "conocer", aunque sin necesidad de limitarse a casos describibles usualmen-te mediante ese verbo). Digo que estoy en contacto (acquainted) con un objeto cuando tengo una relación cognitiva directa con ese objeto, es decir, cuando de manera directa estoy al tanto del objeto mismo. Cuando hablo aquí de una relación cognitiva no me refiero a la que constituye el juicio [...] como con la mayoría de las palabras cognitivas, es natural decir que estoy en contacto directo con un objeto aunque no esté realmente ante mi mente, en el supuesto de que lo haya estado y lo esté de nuevo cuando se presente la ocasión. [...] Diré que un objeto 'se conoce por descripción' cuando sabemos que es 'el tal y cual', es decir, cuando sabemos que hay un objeto y sólo uno que tiene cierta propiedad; y en general estará implícito que no tenemos conocimiento por contacto directo de ese mismo objeto. Sabemos que existió el hombre de la máscara de hierro, y se saben muchas proposiciones acerca de él; pero no sabemos quién fue. (B. Russell, "Conocimiento por contacto y conocimiento por descripción", en Misticismo y lógica, pp. 202-203 y 207.) La potencial relevancia epistemológica de la distinción que se acaba de describir se hace más clara si se atiende a dos tesis que Russell sostuvo: el principio de que no hay saber proposicional de un objeto a menos que se sepa de qué objeto se trata y la tesis de que los casos básicos de este tipo de saber o conocimiento, los casos en los que descansan todos los demás, son casos de "conocimiento por familiarización", es decir, casos en los que hay algún tipo de "contacto" con el objeto del conocimiento. De este modo, si seguimos a Russell, obtenemos la siguiente idea de la relación entre casos de relevancia epistemológica que (al menos en
parte pero no necesariamente todos) son describibles con el verbo 'conocer' y los casos describibles con el verbo 'saber', en especial casos en que el "objeto" del saber es un objeto proposicional (una proposición): al menos por lo que respecta al saber singular, es decir, al saber sobre un objeto particular, cualquier cosa que se sepa sobre un tal objeto particular requiere el saber de qué objeto se trata, y esto requiere un "contacto" (en algunos casos, al menos, podríamos decir un "conocer el objeto"), algún tipo de "familiarización" con el objeto. La relevancia epistemológica de estas tesis es todavía mayor si se añade a ellas la tesis de que cualquier otro tipo de saber, es decir, el saber proposicional general (no acerca de un objeto en particular, sino sobre varios o una generalidad de ellos) que creamos poseer, tanto en su vertiente de saber cotidiano como en el saber científico, se apoya necesariamente, de algún modo complejo, en el saber particular. Estas tesis requieren considerable clarificación para poder presentarse como tesis plausibles. Por ejemplo, cuando se dice que el saber singular acerca de un objeto requiere saber de qué objeto se trata, es bastante obvio que debemos aclarar en qué sentido decimos esto, ya que en el sentido cotidiano de la frase sería simplemente falso, pues parece claro que podemos saber un cierto número de cosas acerca de una persona que, por ejemplo, estamos viendo, sin saber de quién se trata. Por otro lado, si lo que se requiere para "saber de qué objeto se trata" se hace demasiado laxo, la tesis sería trivial. Un primer paso — que ya dio el propio Russell— en la clarificación y defensa de la tesis podría ser interpretar la frase como requiriendo la capacidad de discriminar el objeto en cuestión. No es éste el lugar para proseguir este punto, ni tampoco las otras cuestiones que hemos abierto en este apartado. La conclusión más general a extraer aquí es que toda una serie de distinciones importantes en epistemología (como la distinción entre saber y conocer, la distinción entre saber de la experiencia subjetiva y saber proposicional, la distinción entre saber intuitivo, por un lado, y saber raciocinativo o proposicional por el otro, la distinción entre saber por descripción y saber o conocer por "familiaridad" o "contacto") no son en absoluto distinciones simples que puedan hacerse sin más, sin necesidad de entrar en la discusión de tesis epistemológicas. Por ello,
al mismo tiempo que las introducimos, hemos de caer en la cuenta de la complejidad de las cuestiones teóricas implicadas, de modo que no podemos esperar razonablemente tengan una resolución inmediata o fácil. Así, lo único que se ha pretendido en esta sección es hacer una primera presentación de una serie de distinciones y conceptos básicos en la compañía de algunas de las difíciles cuestiones y posiciones teóricas en las que se presentan, sin entrar plenamente en la discusión de los temas que esa presentación suscita. Para continuar adelante y, si se quiere, con el carácter de "hipótesis de trabajo" razonable, admitiremos, como al comienzo de la discusión, que un tipo central de saber es el saber proposicional, el saber cuyos "objetos" son proposiciones en el sentido brevemente descrito en el apartado anterior. Dejamos abierta la cuestión de cuáles son los límites de este saber proposi-cional y la cuestión de si este saber requiere algún otro tipo de relación epis-témica con un objeto, alguno de los tipos a los que hemos venido aludiendo genéricamente y poco precisamente como "familiarización" o "contacto", parte de los cuales tal vez sean los que expresamos con el verbo 'conocer'. Dejamos pues enteramente abierta la cuestión de si hay "objetos" de una relación epistémica diferentes de los objetos preposicionales (las proposiciones), pero ciertamente consideramos a estos últimos como los que constituyen la parte central de la relación epistémica que llamamos 'saber'. Otra distinción que es preciso hacer entre tipos de saber es la existente entre saber explícito y saber implícito. Podríamos considerar que el saber explícito es siempre saber proposicional, pero mucho de lo que sabemos lo sabemos implícitamente (por ejemplo, tenemos conocimiento implícito de las reglas de la gramática de nuestra lengua materna), y no está claro que el saber implícito sea proposicional. En todo caso, la caracterización general del saber implícito es, nuevamente, un problema abierto en la filosofía actual. Una última distinción que mencionaremos brevemente es la distinción entre saber que algo es de esta o aquella manera y saber cómo llevar a cabo un cierto tipo de actividad, que plantea la inmediata cuestión subsiguiente de cuál es la relación entre estos dos tipos de saberes (muchas veces abreviadamente llamados, simplemente, 'saber que' y 'saber cómo') entre los que parece que
nuestro sentido común distingue. Nuevamente ésta es una cuestión que, como la de la distinción misma, requiere un considerable desarrollo teórico. Sobre ella habremos de retornar en el capítulo 5, en el contexto de la discusión de las importantes consecuencias filosóficas que algunos filósofos (notablemente Martin Heidegger) han extraído de la tesis de que alguna variedad del segundo de los tipos de saber mencionados — el saber-cómo vinculado a capacidades prácticas— es radicalmente básica. Una última aclaración de carácter totalmente general antes de cerrar la sección. Cuando en esta sección o en la anterior hablamos de saber y de diferentes tipos de saber, no pretendemos prejuzgar ya la cuestión de si verdaderamente hay saber de alguno de estos tipos. Hay posiciones escépticas radicales en filosofía que han negado esto y no pretendemos vaciar de contenido la cuestión del escepticismo antes de haberla discutido. Por ello, nuestra manera de hablar sobre el tema debe interpretarse de modo totalmente hipotético, y, en principio al menos, debemos estar preparados para retirar parte o la totalidad de nuestras afirmaciones en caso de que ciertas posiciones escépticas sean mantenibles. La justificación de haber introducido los conceptos de que hemos hablado en estas secciones es que seguramente constituyen parte del aparato conceptual imprescindible para plantear y discutir con provecho la propia cuestión del escepticismo.
Hay una metáfora muy útil para comenzar a entender el concepto de creencia u opinión, que debemos al malogrado filósofo británico Frank Ramsey, a saber, que las creencias son como "mapas con los que uno guía o conduce" (maps with which one steers). Esta metáfora da una idea adecuada del carácter doble que tienen las creencias. Por un lado son como los mapas de un territorio, es decir, "dicen" cómo son las cosas. Pero no sólo "dicen" algo, sino que juegan un papel decisivo en la conducta del sujeto. Si esta conducta la vemos motivada, digamos, por un cierto deseo (supongamos que es realizable, para concentrarnos en el caso más fácil), las creencias contribuyen a "guiar" o "conducir" al sujeto de manera que haya buenas posibilidades de que el deseo se realice, si las creencias u opiniones en cuestión son verdaderas (si, por así decir, el mapa es fiel al territorio). Supongamos que estoy en casa, tengo sed y me apetece beber una cerveza, y que mi deseo de beber una cerveza no se ve interferido por otras consideraciones (no me he vuelto abstemio, no estoy haciendo ningún régimen severo, tengo tiempo, no es mala hora, etc.); supongamos que creo que las cervezas que hay en la casa están en el refrigerador. Esta creencia me guiará hacia el refrigerador para satisfacer mi deseo (de nuevo, si otras circunstancias no lo desaconsejan: no estoy resfriado, no creo que vaya a estar demasiado fría, etc., etc.). Mi deseo quedará satisfecho (a menos que pase algo inesperado) si es verdad que hay cervezas en el refrigerador. Por otro lado, si mi creencia hubiera sido que las cervezas están en la bodega, esta creencia me hubiera conducido a la bodega, satisfaciéndose de nuevo mi deseo de beber cerveza si tal creencia era verdadera. De manera que nuestro concepto común de creencia tiene dos ingredientes principales. Por un lado las creencias "dicen" o "representan" algo, o, como se suele decir, tienen un contenido representacional (expresable en proposiciones) por el que son verdaderas o falsas. Por el otro, poseen un papel causal como parte de las causas de nuestra conducta, parte de aquello que hace que ésta se dirija en esta o aquella dirección. Lo que vincula a los dos ingredientes es que "guían" o "conducen" de diferente manera según sea su contenido: el contenido de la creencia es decisivo para la acción que concretamente contribuyen a causar.
Hay un tercer elemento a considerar: la asimetría entre las creencias verdaderas y las falsas. Las falsas, por así decir, no "cumplen su cometido" de guiar adecuadamente la acción. Son, pues, creencias "defectuosas", no están, por decirlo así, en el mismo nivel que las creencias verdaderas. Son creencias, en un cierto sentido, "fallidas". Por esta razón es seguramente erróneo tratar de dar una explicación detallada de las creencias que abarque por igual las verdaderas y las falsas, como seguro que es erróneo tratar de dar una teoría fisiológica que incluya por igual a los corazones sanos y a los enfermos. Igual que en fisiología lo que debemos hacer es explicar cómo funciona un corazón sano, y sólo a partir de ahí comprenderemos las patologías — los modos en que un corazón puede funcionar mal— , algo similar ocurre con las creencias: debemos enfocar nuestra descripción a las creencias u opiniones "sanas", las verdaderas, y sólo a partir de aquí, cuando tengamos comprendido cómo funcionan, dar cuenta de los diversos modos en que algunas creencias pueden "funcionar mal", lo que en el caso de las creencias quiere decir, ni más ni menos, que son falsas. Proceder de otro modo — equiparar las creencias u opiniones verdaderas a las creencias falsas— , como han hecho algunos estudiosos del tema, sería una equivocación. Con todo, no es un mero "accidente" sin importancia que algunas (o muchas) creencias sean falsas, sino que pertenece al concepto mismo de creencia u opinión el que una creencia puede ser falsa. Por tanto, una condición para que una teoría sobre lo que son las creencias sea siquiera un candidato a tener en cuenta es que esa teoría explique bien cómo una creencia puede ser falsa. Esto resulta ser más complicado de lo que parece a primera vista. Por ejemplo, en el Teeteto mismo nos encontramos a "Sócrates" planteándose el problema de cómo puede ser que cierto tipo de opiniones, creencias o juicios sean falsos. El problema, tal como allí aparece (cf. Teeteto, 187e-188c) es más o menos el siguiente. Consideremos dos objetos particulares, por ejemplo Teeteto y Sócrates. Nada más fácil, creemos, que imaginar que alguien pueda estar tan confundido como para confundir al uno con el otro, pensando que Teeteto y Sócrates son la misma persona, es decir, que Teeteto es Sócrates. Sin embargo, veamos más detenidamente si esta clara impresión nuestra puede mantenerse. Por ejemplo, pensemos (para concretar y facilitar
las cosas) en un contemporáneo de ambos, A. Parece que hay exactamente cuatro posibilidades por lo que respecta al conocimiento que A pueda tener de Teeteto o Sócrates: o bien los conoce a ambos, o no conoce a ninguno, o conoce al primero pero no al segundo o, a la inversa, al segundo pero no al primero. La dificultad consiste en que, en cualquiera de estas cuatro situaciones en que puede encontrarse A, parece imposible que A pueda tener la opinión o creencia falsa de que Teeteto es Sócrates. Si conoce a ambos, entonces ¿cómo puede juzgar que el uno es el otro? Si no conoce al menos a uno de ellos, ¿cómo puede juzgar que el otro es idéntico o es diferente al que no conoce? Éste es el tipo de perplejidades que pueden hacer que muchas personas se impacienten con la filosofía. ¿Es quizá que uno tiene la sensación de que algo debe andar mal en ese razonamiento, aunque no sepa exactamente qué es lo que está mal? ¿Es también el pensamiento de que, después de todo, no debe tratarse de algo realmente importante? ¿Provoca todo junto la sensación de que a uno le están tomando el pelo? Y sin embargo se encuentran involucrados en esta dificultad profundos problemas sobre la naturaleza del carácter representacional de nuestros estados mentales. En todo caso, Platón se enfrenta al razonamiento anterior con la actitud que a todos nos debería parecer adecuada: la conclusión, a saber, que no puede haber juicios falsos (al menos juicios falsos de este tipo, juicios de identidad falsos) ha de estar por fuerza equivocada. La cuestión es: ¿exactamente dónde está el fallo? Una conjetura es que debe haber ahí algún tipo de supuesto sobre qué es lo que entra en la noción de conocer a alguien (una noción que se mencionó en § 1.3) que, de alguna manera, provoca todo el desaguisado. Éste es un pensamiento prometedor pero proseguirlo aquí nos alejaría demasiado de nuestros intereses inmediatos (el lector interesado puede consultar el comentario de McDowell al pasaje citado). El problema en torno a los juicios de identidad falsos se ha presentado sólo como una manera de hacer patente una inesperada dificultad que surge al pensar en los juicios falsos. La misma cuestión puede plantearse respecto a creencias o juicios de otros
tipos: en general, ¿qué es exactamente lo que uno cree cuando tiene una creencia falsa de tal o cual tipo? Pero no sólo las creencias falsas pueden llevar a plantearse con rigor el tema del contenido de las creencias (¿qué es lo que uno cree cuando...?). Pronto vemos igualmente que necesitamos también pensar más acerca del contenido de las creencias cuando consideramos creencias verdaderas, como se hace especialmente patente al considerar precisamente los juicios de identidad verdaderos. Veámoslo. Parece que deberíamos estar de acuerdo en que hay un claro contraste entre las creencias de las que se habla en estos dos enunciados: (1) Ana cree que el lucero del alba es Venus. (2) Ana cree que el lucero del alba es el lucero del alba. Si nos tomamos en serio (2) (es decir, no como expresión de algún tipo de chiste) es natural pensar que en ese enunciado se habla de una creencia totalmente trivial de Ana, una creencia que, en realidad, nadie puede dejar de tener. Pero la creencia de que se habla en (1) parece tener un carácter claramente distinto. Probablemente con anterioridad a las investigaciones de los astrónomos babilonios nadie tenía esa creencia. Aun en nuestras sociedades actuales, en las que algunos conocimientos astronómicos están ampliamente difundidos, hay personas que no la tienen. Es cierto que enunciados como (1) y (2) nos "suenan" extraños, aunque los motivos son distintos en un caso y otro. La extrañeza de (2) tiene presumiblemente que ver con lo raro que pueda ser hablar de opiniones o juicios al parecer completamente triviales. La de (1), en cambio, probablemente con la que nos producen en general los enunciados que dicen menos de lo que parece que, obviamente, puede decirse, y, en particular, la que nos produce siempre hablar de creer u opinar cuando pensamos que estaríamos perfectamente justificados en utilizar el verbo 'saber'. Sin embargo, la extrañeza que podamos sentir no es pertinente en ninguno de los dos casos para la discusión, porque lo cierto es que, al fin y al cabo, alguien puede perfectamente tener las creencias u opiniones de que se habla en esos enunciados (para empezar, yo mismo las tengo y estoy convencido de que los lectores también).
depende siempre de una interpretación por parte de algún agente? Un mapa usual tiene su contenido determinado por las convenciones vigentes en ese mapa, convenciones que han fijado ciertas personas y a las que se ha atenido el autor del mapa (éste puede, naturalmente, haber estipulado también algún aspecto representacional del mapa). Es decir, en último término, lo que un mapa representa depende de las decisiones de ciertas personas (entre las que está su autor, que elige atenerse a unas u otras convenciones). La interpretación del mapa es, pues, relativa a los pensamientos de agentes humanos. El problema se presenta cuando nos preguntamos por la interpretación de esos peculiares "mapas" que son las creencias. ¿Consiste esa interpretación en hacer una hipótesis (todo lo compleja que se quiera) sobre un contenido independientemente u objetivamente determinado o, por el contrario, no existe nada determinado independientemente de las interpretaciones mismas que puedan dar el agente o personas que se preocupen por su mundo mental o por la explicación de sus acciones? Tendemos a dar por supuesto que nuestros pensamientos tienen un contenido objetivo, por más que resulte muy arduo en muchas ocasiones explicar cuál es ese contenido, incluso para las propias personas que tienen esos pensamientos. Pero uno puede preguntarse si ésa no es una idea que la reflexión filosófica nos puede o nos debe llevar a abandonar. El problema de la determinación del contenido se plantea ya respecto de estados representacionales mucho más simples que las creencias, como pueden ser los estados de ciertos animales cuando perciben algo del entorno. Consideremos el caso de una rana que proyecta su lengua en un rápido movimiento cuando aparece una mosca en su campo visual (con el probable resultado de capturar la mosca que le sirve de alimento). ¿Cómo debemos describir el estado complejo de percepción que precede a la proyección de la lengua? ¿Debemos decir que la rana percibe una mosca, que percibe un "bichito" comestible, que percibe algo comestible, que percibe una "cosita oscura del entorno"! ¿Cuál es — hagámosnos la pregunta— la naturaleza de nuestra duda? ¿Se trata de que no tenemos suficiente conocimiento del "mundo representacional" de las ranas o se trata de que, en realidad, no hay
ninguna respuesta objetiva a esa pregunta? Si no hubiera nada objetivo respecto a cuál es el contenido del estado perceptivo de la rana, si todo dependiera de nuestra interpretación, la posibilidad misma de poder dar una explicación naturalista de la noción de contenido quedaría totalmente en entredicho en los casos considerados. Y si esto es así en el caso relativamente simple de las representaciones de animales no-humanos, como la rana, ¿no es aún mucho más arduo el problema cuando se trata de algo tan complejo como los contenidos de las percepciones o las creencias humanas? Ésta es una cuestión central que bien puede decirse que comporta una división muy importante entre los filósofos contemporáneos. Por restringirnos a los últimos años, por un lado tenemos a filósofos naturalistas, como Fodor, Dretske o Millikan, filósofos que sotienen la objetividad del contenido de las representaciones mentales o las lingüísticas (que presumiblemente heredan o basan, al menos en parte y de modos muy complejos, su contenido en las primeras), y que piensan que una vía importante para hacer plausible esa objetividad consiste en examinar el problema de la determinación del contenido en casos relativamente simples como el de animales no- humanos, para estudiar luego las complejidades que aparecen en el caso humano. Del otro, nos encontramos con filósofos que piensan que de ningún modo puede romperse el círculo de la interpretación o "círculo hermenéutico", filósofos tan influyentes en nuestra cultura como Heidegger y otros más o menos por él influidos, como Gadamer o Ricoeur. Una de las vías que han explorado los filósofos naturalistas consiste en ver el contenido de las creencias como determinado por una relación causal entre el estado de cosas o la situación que (al menos en los casos simples) constituye el contenido de la creencia y el estado mismo de creencia. Dicho muy toscamente, tales filósofos han pensado del siguiente modo: nuestras creencias están causadas por ciertas situaciones o estados de cosas; por lo tanto, el contenido, aquello acerca de lo que tales creencias son, no consiste sino en las situaciones o estados de cosas que las causan. Sin embargo, parece que es justo reconocer que esta vía puramente causal de situaciones a contenido lleva pronto a un callejón sin salida, porque hay muchos factores causales de nuestras creencias y
no se ve cómo pueden elegirse de una manera no arbitraria precisamente aquellos que constituyen el contenido, pues, desde luego, sería disparatado pensar que todos ellos lo constituyen. Por esta razón varios filósofos han tratado de complementar o sustituir la idea mencionada de cómo se determina el contenido — la idea causal— mediante otra que pone el énfasis no tanto en lo que causa las creencias (aunque esto no se olvide), sino en lo que las creencias mismas causan o tienen la función de causar. Que el contenido de las creencias está relacionado (o al menos parece estar relacionado) con su papel causal es algo que veíamos ya al comienzo de nuestro breve estudio de este concepto. En nuestro sencillo ejemplo, parte de lo que hace que el agente se dirija en un determinado momento al refrigerador en busca de una cierta bebida es que tiene una creencia con el contenido de que allí precisamente es donde encontrará tal bebida. Existe sin duda una relación entre una cosa y otra. La cuestión es precisar bien de qué relación se trata. Sin embargo, con esta manera de pensar se plantea inmediatamente una importante dificultad; como vamos a ver a continuación, la idea de que el contenido mismo de una creencia puede ser causalmente eficaz no parece estar precisamente exenta de problemas. Según una manera de entender el contenido de una creencia como la de nuestro ejemplo del refrigerador (posiblemente la manera más inmediata de entender esa noción), este contenido (que en este ejemplo podríamos describir con el enunciado 'las cervezas están en el refrigerador' — el contenido sería ni más ni menos que la proposición expresada por este enunciado en el contexto en cuestión— ) parece ser una condición del entorno externa al agente, al menos en los casos en que la creencia es verdadera. Cuando es falsa, tal vez podemos decir que el contenido estriba en una proposición falsa cuyos ingredientes son objetos particulares y propiedades del entorno. En uno y otro caso, por consiguiente, el contenido de una creencia — de acuerdo con la hipótesis que estamos considerando— consiste en algún elemento o elementos del entorno, por tanto, en algo externo al agente. Podemos entonces preguntar: ¿cómo puede ser que algo extemo al agente cause su acción? Precisamente distinguimos las acciones (las cosas que hacemos) de los movimientos involuntarios (cosas que nos suceden) porque, como
diría Aristóteles, en las primeras la "fuente" (por así decir) del movimiento parece ser algo "interno" al agente. Este problema ha conducido a algunos filósofos a tratar de formular una noción del contenido de una creencia (a la que se llama 'contenido estrecho' o 'contenido reducido') que no presente esta dificultad. Pero un problema importante para esta vía es que parece verse obligada a reformar mucho nuestra noción común del contenido de una creencia y, en la medida en que el contenido es una parte esencial de las creencias, parece conducir inevitablemente a una modificación sustancial de nuestra noción común de creencia, de manera que posiblemente viene a parar, en último término, en una renuncia a la idea de que las creencias (en el sentido en que las entendemos usualmente, no en un nuevo sentido que uno estipula y para el que usa la misma denominación) son parte de lo que explica la acción, es decir, se llegaría así a renunciar a lo más básico de nuestra psicología intuitiva o de sentido común (algunos filósofos están totalmente dispuestos a dar este paso). No obstante, tal vez pueda salvarse la idea de que el contenido de una creencia es causalmente eficaz (o que las creencias son causalmente eficaces por su contenido) y solucionar también el problema de la determinación del contenido si, en primer lugar, identificamos claramente la creencia como estado representacional {no su contenido) con ciertas estructuras neurobiológicas y, en segundo lugar, logramos explicar cómo se establece un vínculo causal complejo entre tres cosas: una condición del entorno, las estructuras neurobiológicas en cuestión y un cierto tipo de efecto peculiar de las mismas. La función básica de esas estructuras que llamamos creencias sería, según esta idea, adaptar a otros estados causales de la acción (pri-mordialmente los deseos) a ciertas condiciones del entorno (el contenido de las creencias), de manera que las conductas que en conjunción provocan estén de acuerdo con esos otros estados (tiendan a satisfacer los deseos) cuando las creencias son verdaderas (la tendencia a la satisfacción de los deseos sería el efecto peculiar). Dicho más brevemente, las creencias contribuyen a fomentar conductas que son apropiadas a ciertas condiciones del entorno. Tales condiciones del entorno constituyen — según la teoría que estamos exponiendo— sus contenidos. Los
A veces, aun cuando ya se la entiende mínimamente, la caracterización aristotélica de la verdad provoca, cuando menos, una inicial extrañeza debida a la sensación de que "no se nos ha dicho nada" cuando se nos dice eso sobre la verdad; de que, en otras palabras, lo que Aristóteles dice es completamente trivial. Y, en cierto sentido, si se quiere, es cierto que es trivial. Pero ¿exactamente en qué sentido? ¿Qué es lo que, en definitiva, provoca tal extrañeza? El concepto de verdad está tan en el centro de nuestro esquema conceptual que por fuerza debemos tener una idea de qué se trata. Es en este sentido, cuando entendemos lo que Aristóteles dice, cuando vemos que "no nos ha dicho nada nuevo", nada que, de algún modo, no "supiéramos" antes. Con todo, hemos de reconocer que Aristóteles (si acertó plenamente, lo cual es algo que discutiremos luego) dio con un modo de hacer explícito lo que ya sabíamos implícitamente sobre el concepto. Y dar con el modo de hacer explícito algo que sabemos implícitamente no es nunca un logro desdeñable. Cuando reconocemos esto, estamos ya a medio camino de diagnosticar la posible extrañeza a la que me refería. La extrañeza puede ser debida a que se nos está haciendo explícito algo que de algún modo ya sabíamos, cuando lo que esperábamos es que se nos revelase algo completamente, o al menos en gran parte, nuevo. Poniéndonos en el lugar de los que sienten la extrañeza, podemos pensar que ya "sabíamos" más o menos qué quiere decir "verdad"; lo que esperábamos que se nos dijera es cuándo, en qué condiciones epistémicas o de conocimiento estamos legitimados a aplicar el término, cuáles son, en otras palabras, los criterios para diagnosticar que algo es verdadero. La extrañeza, pues, se disipa cuando uno hace claramente la necesaria distinción entre 1) el concepto de verdad o el significado de las expresiones 'verdad' o 'es verdadero/a', y 2) el criterio o criterios para aplicar ese concepto o esos términos, y añade además que la tarea de explicar o clarificar el concepto no requiere necesariamente el ocuparse en dar criterios para aplicarlo. Quizá entonces se esté en mejor disposición de comprender que, lo que necesitamos para clarificar las propuestas de caracterización del saber en que se reconoce la verdad como un ingrediente necesario, es
explicar (si ello es necesario) el concepto de verdad, no entrar en la cuestión de los criterios de verdad. ¿Por qué? Porque, justamente, como se acaba de decir, lo que nos concierne es la caracterización o definición del saber, la clarificación del concepto: qué entendemos o hemos de entender por saber. No nos estamos ocupando de los criterios del saber, de en qué condiciones epistémicas podemos decir que alguien sabe algo. Y, para lo que nos ocupa, la cuestión relevante es la del concepto de verdad, no la del criterio. Espero que lo dicho sirva para contribuir a la eliminación de una confusión que a veces el principiante (y no tan principiante) tiene sobre la cuestión que nos concierne ahora. Tal vez no se acaba de comprender cuál es esta cuestión porque se tiene en mente la cuestión del criterio: ¿cuándo, en qué condiciones reconocibles o especificables, estamos legitimados para atribuir saber a alguien? No es extraño que uno que crea equivocadamente que ahora nos estamos ocupando de esta cuestión esté desconcertado por el hecho de que incluyamos la verdad como uno de los ingredientes del saber; porque, entonces, puede que pregunte (revelando con ello su confusión): ¿pero cuándo sabemos que algo es verdadero? Ésta es la pregunta por el criterio de verdad, que es pertinente para la cuestión del criterio del saber. Así pues, respecto del saber se plantea la misma disyuntiva que respecto de la verdad, la disyuntiva entre la cuestión del concepto y la cuestión del criterio, dos cuestiones que, aunque relacionadas, son diferentes. Sólo una enmarañada confusión puede derivarse de no distinguir las dos cosas. Y la que ahora nos concierne es la del concepto; de saber y de verdad. De este último porque creemos que es un "ingrediente" del primero. Una vez que tenemos todo esto claro, estamos en mejores condiciones de apreciar que tampoco la tarea de explicar el concepto de verdad es, después de todo, tan trivial como parecía a primera vista. No lo es por dos motivos: en primer lugar, se necesita precisar exactamente de qué se predican esas expresiones (o a qué se le aplica el concepto); en segundo lugar, como veremos, la explicación la dificulta el hecho de la existencia de paradojas, especialmente ia paradoja del mentiroso, que es la paradoja que parece afectar centralmente al concepto intuitivo de verdad expresado por
Aristóteles. La necesidad de solucionar esta paradoja hace aún más necesaria la precisión sobre la primera cuestión. Veamos todo esto. El texto de Aristóteles comienza: 'Decir...', y es a este 'decir' al que se le aplican los predicados 'es verdad' o, en su caso, 'es falso'. De manera que el concepto de verdad (o su correlativo, el de falsedad) se aplica a "decires". Pero ¿cómo hay que entender estos "decires"? De algún modo u otro, esos "decires" tienen que estar relacionados con oraciones y, más precisamente, con oraciones de cierto tipo determinado, pues, por un lado, no aplicamos el predicado 'es verdad' o 'es verdadero/a' cuando meramente se emiten expresiones lingüísticas suboracionales, como lo son los nombres (comunes o propios), verbos, adverbios, sintagmas nominales, etc. (a menos que tal expresión en el contexto sea una forma elíptica de emitir una oración), y, por el otro, no lo aplicamos a oraciones imperativas o interrogativas, sino únicamente a oraciones declarativas o lo que hemos llamado 'enunciados' (cf. § 2 de este capítulo, nota 3 y texto correspondiente). Con todo, aún tenemos, cuando menos, dos opciones para concretar los "decires" del texto aristotélico. La mejor opción parece ser tomar la expresión lingüística misma — la oración— proferida por alguien en el contexto en que se profiere. Es decir, en nuestra terminología, el enunciado proferido junto con el contexto de proferencia. Otra opción podría ser, en principio, tomar lo que se expresa al emitir la expresión lingüística (el enunciado) en el contexto en que se profiere, es decir, la proposición, dicho en la terminología que se introdujo en § 2. Sin embargo, esta opción ha de considerarse como menos atractiva porque la noción de proposición es, o bien más "problemática" que la de enunciado, o bien, cuando menos, secundaria respecto a la de enunciado, pues no en vano tratamos de describir esa noción diciendo que las proposiciones son lo que se expresa en enunciados, efectivamente emitidos en un contexto, o posibles (la última matización la hemos venido haciendo implícitamente). Parece pues que ahora estamos en condiciones de precisar la explicación de Aristóteles. Siguiendo una idea de otro de los más grandes lógicos de todos los tiempos, el polaco-norteamericano
Alfred Tarski, podemos decir (en una primera aproximación) que el predicado 'es verdadero' es un predicado que se aplica a los enunciados de un lenguaje o una lengua de acuerdo con el siguiente esquema (que, siguiendo a Tarski y la tradición posterior, llamamos esquema T): (T) S, proferido en el contexto C, es verdadero si y sólo si p,
donde, para ejemplificar el esquema, la letra 'S' ha de sustituirse por la mención (el nombre) de un enunciado cualquiera de la lengua o lenguaje en cuestión y p es un enunciado de la lengua o lenguaje en el que estamos precisando la noción de verdad (en nuestro ejemplo, claro está, en español, puesto que ésta es la lengua que aquí se utiliza) que "expresa lo mismo" o da las condiciones de verdad de aquel otro enunciado. Por ejemplo, supongamos una escena en que Sócrates está hablando con Teodoro, el maestro de Teeteto, refiriéndose a éste. En ese contexto Sócrates dice: (1) (Él) es un joven muy prometedor. La ejemplificación del esquema anterior con este ejemplo daría lo siguiente (llamémosle C a la escena o contexto descrito): (2) '(Él) es un joven muy prometedor' (proferido en el contexto C) es verdadero si y sólo si Teeteto es un joven muy prometedor. Nótese que, siguiendo fielmente el esquema, en (2) hemos puesto entre comillas el enunciado emitido por Sócrates. El poner esa oración entrecomillada en ese lugar simplemente es el modo convencional estándar de marcar que estamos mencionando la oración en cuestión, es decir, utilizando un nombre propio (o, si se quiere, algo que funciona igual) para aludir a ella; no estamos, pues, usando la oración misma para decir algo. Nótese que, de no hacerlo así, la primera parte de (2) no sería gramatical (y, con ello, (2) entera no lo sería), pues la expresión 'es verdadero', al ser el predicado o sintagma verbal que es, requiere la concatenación con un sintagma nominal, no con una oración (el nombre de la oración sí es un sintagma nominal, tal como la gramática requiere). Así, en general, cuando en el esquema (T) utilizamos la letra mayúscula 'S' queremos indicar con ello que necesitamos referirnos al enunciado mismo de que se trate (pues queremos decir o predicar