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archivo resumen de la historia del s. XIX
Tipo: Resúmenes
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Lope de Rueda, 13 MADRID CONTENIDO Fue publicado este libro por VEIUENFEI D AND NICOLSON, Londres, 1962 con el título
THE AGE OF REVOLUTION
Lo tradujo al castellano Barreiro, jose Luis.
El presente libro estudia la transformación del mundo entre 1789 y 1848, debida a lo que llamamos la «doble revolución» —la Revolución francesa de 1789 y la contemporánea revolución industrial británica—. Por ello no es estrictamente ni una historia de Europa ni del mundo. No obstante, cuando un país cualquiera haya sufrido las repercusiones de la doble revolución de este período, he procurado referirme a él aunque sea ligeramente. En cambio, si el impacto_ de la revolución fue imperceptible, lo he omitido)Así el lector encontrará páginas sobre Egipto y no sobre el Japón; más sobre Irlanda que sobre Bulgaria; más sobre Hispanoamérica que sobre Africa. Natural-mente, esto no quiere decir que las historias de los países y pueblos que no figuran en este volumen tengan menos interés o importancia que las de los incluidos.VSi su perspectiva es principal- mente europea, o, más concretamente, franco-inglesa, es porque en dicho período el mundo —o al menos gran parte de él— se transformó ,en--> una base europea o, mejor dicho, franco-inglesa El objeto de este libro no es una narración dehállada, sino una interpretación_y lo que los franceses llaman «haute vulgarisation». Su lector ideal será el formado teóricamente, el ciudadano inteligente y culto, que no siente una mera curiosidad por el pasado, sino _q ue desea saber cómo por qué el mundo ha llegado a_ser lo que es hoy y hacia dónde va.j¡Por ello, sería pedante e inadecuado recargar el texto con una aparatosa erudición, como si se destinara a un público más especializado. Así, pues, mis notas se refieren casi en absoluto a las fuentes de las citas y las cifras, y/ en algún caso a reforzár la autoridad de algunas afirmaciones que pudieran parecer demasiado sorprendentes o polémicas. Pero nos parece oportuno decir algo acerca del material en el que se ha basado una gran parte de este libro. Todos los historiadores son más expertos (o, dicho de otro modo, más ignorantes) en unos campos que en otros. Fuera de una zona generalmente limitada, deben confiar ampliamente en la tarea de otros historiadores. Para el período 1789-1848 sólo esta literatura secundaria forma una masa impresa tan vasta, que sobrepasa el conocimiento de cualquier hombre, incluso del que pudiera leer todos los idiomas en que está escrita. (De hecho, todos los historiadores están limitados a manejar tan sólo unas pocas lenguas.) Por eso, no negamos que gran parte de este libro es de segunda y hasta de tercera mano, e inevitablemente contendrá errores y cortes que algunos lamentarán como el propio autor. Al final figura una bibliografía como guía para un estudio posterior más amplio. Aunque la trama de la historia no puede des-enredarse en hilos separados sin destruirla, es muy conveniente, a efectos prácticos, cierta sub-división del tema básico. De una manera general, he intentado 1ividir el libro en dos partes. La primera trata con amplitud el desarrollo principal del período, mientras la segunda esboza la clase de sociedad producida por la doble revolución. Claro que hay interferencias deliberadas, pues la división no es cuestión de teoría, sino de pura conveniencia. Debo profundo agradecimiento a numerosas personas con quienes he discutido diferentes as-
pectos de este libro o que han leído sus capítulos en el manuscrito o en las pruebas, pero que no son responsables de mis errores: señaladamente, a J. D. Bernal, Douglas Dakin, Ernst Fischer, Francis Haskell, FI. G. Kocnigsberger y R. F. Leslie. En particular, el capítulo xiv debe mucho a las ideas de Ernst Fischer. La señorita P. Ralph me prestó gran ayuda como secretaria y ayudante en el acopio de documentación.
E. J. H.
cronológicos de este volumen.
_Aquí sólo necesitarnos observar que las fuerzas sociales y económicas, y los instrumentos políticos e intelectuales de esta transformación, ya estaban preparados en todo caso en una parte de 1 Europa lo
suficientemente vasta para revolucionar al resto. Nuestro problema no es señalar la aparición de un mercado
mundial, de una clase suficientemente activa de empresarios privados, o incluso (en Inglaterra) la de un Estado dedicado a sostener que el llevar al máximo las ganancias privadas era el fundamento de la política del
gobierno. Ni tampoco señalar la evolución de la tecnología, los conocimientos científicos o la ideologia de una creencia en el progreso individua-lista, secular o racionalista.
Podeinos dar por su-puesta la existencia de todo eso en 1780, aunque no podamos afirmar que fuese suficientemente/poderosa o estuviese suficientemente difundidaki,Por el contrario, debemos, si acaso,
ponernos en'guardia contra la tentación de pasar por alto la novedad de_ la _doble revolución por la familiaridad de su apariencia externa, por el hecho innegable de que los trajes, modales y prosa de
Robespierre y Saint-Just no habrían estado desplazados en un salón del «ancien régime», porque Jeremías
Bentham, cuyas ideas reformistas acogía la burguesía británica de 1830, fuera el hombre que había pro- puesto las mismas ideas a Catalina la Grande de Rusia y porque las manifestaciones más extremas de la
política económica de la clase media pro-cedieran de miembros de .la Cámara inglesa de los Lores del siglo xvüi.
Nuestro problema es, pues, explicar, no la existencia de esos elementos de una nueva economía y una nueva sociedad, sino su triunfo; trazar, no el progreso de su gradual zapado yminado en los siglos anteriores,
sino la decisiva conquista de la fortaleza. Y también señalar los profundos cambios que este súbito triunfo ocasionó en los paí-• ses más inmediatamente afectados por él y en el I resto del mundo, que se encontraba
de pronto abierto a_la invasión de las nuevas fuerzas, del «burgués conquistador», para citar el título de una
reciente historia universal de este periodo.
Puesto que la doble revolución ocurrió en una parte de Europa, y sus efectos más importantes e
inmediatos fueron más evidentes allí, es inevitable que la historia a que se refiere este volumen sea principalmente regional. También es in-evitable que por haberse esparcido la revolución mundial desde el
doble cráter de Inglaterra y Francia tomase la forma de una expansión europea y conquistase al resto del Mundo. Sin embargo, su consecuencia más importante para la historia universal fue el establecimiento del do-
minio del globo por parte de unos cuantos regímenes occidentales (especialmente por el inglés) sin paralelo
en la historia. ante los mercaderes, las máquinas de vapor, los barcos y los cañones de Occidente —y_ también_ ante sus , ideas—, los viejos imperios y civilizaciones del mundo se derrumbaban y capitulaban.) La
India se convirtió en una provincia adrninlstrada por procónsules británicos, los Estados islámicos fue-ron sacudidos por terribles crisis, Africa quedó abierta a la conquista directa. Incluso el gran Imperio chino se vio
obligado, en 1839-1842, a abrir sus fronteras a la explotación occidental. En 1848 nada se oponía a la
conquista occidental de los territorios, que tanto los gobiernos como los negociantes consideraban conveniente ocupar, y el progreso de la e_mpresa__cá_ pitalista occidental sólo era cuestión de tiempo.
A pesar de todo ello, la historia de la doble revolución no es simplemente la del triunfo de la nueva
sociedad burguesa. También es la historia de la aparición de las fuerzas que un siglo después de 1848 habrían
de convertir la expansión en contracción/ Lo curioso es que ya en 1848 este futuro cambi de fortunas era previsible en par-te. Sin embargo, todavía no se podía creer que una vasta revolución mundial contra
Occidente pudiera producirse al mediar el siglo xx. Solamente en el mundo islámico se pueden observar los primeros pasos del proceso por el que los conquistados por Occidente adoptan sus ideas y .técnicas para
devolverles un día la pelota: en los comienzos de la reforma interna occidentalista del Imperio turco, hacia
1830, y sobre todo en la significativa, pero desdeñada, carrera de Mohamed Alí de Egipto. Pero también dentro de Europa estaban empezando a surgir las fuerzas e ideas que buscaban la sustitución de la nueva
sociedad triunfante. El «espectro del comunismo» ya rondó a Europa en 1848, pero pudo ser exorcizado. Durante mucho tiempo sería todo lo in-eficaz que son los fantasmas, sobre todo en el mundo occidental más
inmediatamente transformado por la doble revolución.
Pero si miramos al mundo de 1970 no caeremos en la tentación de subestimar la fuerza histórica de la ideología socialista revolucionaria y de la comunista, nacidas de la reacción contra la doble revolución, y que
hacia 1848 encontró su primera formulación clásica. El período histórico iniciado con la construcción de la primera fábrica del mundo moderno en el Lancashire y la Revolución francesa de 1789, termina con la construcción de su primera red ferroviaria y la publicación del Manifiestó comunista.
transhumancia de los ganados, impidieron los grandes establecimientos en regiones enteras, como, por ejemplo, las llanuras de la Apulia; los dibujos y grabados de los primeros turistas del siglo xix nos han
familiarizado con paisajes de la campiña romana: grandes extensiones palúdicas desiertas, escaso ganado y bandidos pintorescos. Y, desde luego, muchas tierras que después se han sometido al arado, eran yermos
incultos, marismas, pastizales o bosques.
También la humanidad era más pequeña en un tercer aspecto: los europeos, en su conjunto, eran más bajos y más delgados que ahora. Tomemos un ejemplo de las abundantes estadísticas sobre las condiciones
físicas de los reclutas en las que se basan estas consideraciones: en un cantón cae la costa ligur, el 72 por 100 de los reclutas en1792-1799 tenían menos de 1,50 metros de estatura^2. Esto no quiere decir que los
hombres de finales del siglo XVIII fueran más frágiles que los de hov. Los flacos y desmedrados soldados de
la Revolución francesa demostraron una resistencia física sólo igualada en nuestros días por las ligerísimas guerrillas de montaña en las guerras coloniales. Marchas de una semana, con un promedio de cincuenta
kilómetros diarios y cargados con todo el equipo militar, eran frecuentes en aquellas tropas. No obstante lo cual, sigue siendo cierto que la constitución física humana era muy pobre en relación con la actual, como lo
indica la excepcional importancia que los reyes y los ge.^ perales concedían a los «mozos altos», que formaban
los regimientos de élite, guardia real, coraceros, etc.
Pero si en muchos aspectos el mundo era más pequeño; la dificultad e incertidumbre de las co- municaciónc5 lo hacía en la práctica mucho mayor que hoy. No quiero exagerar estas dificulta-des. La
segunda mitad del siglo XVIII fue, respectoaEdad Media y los siglos xvi y xvii, una de las guerras napoleónicas
y el advenimiento del ferrocarril, proporcionó no solamente una relativa velocidad —el ser-vicio postal desde París a Estrasburgo empleaba treinta y seis horas en 1833-, sino también regularidad. Pero_ las posibilidades
para el transporte de viajeros por tierra eran escasas, y el transporte de mercancías era a la vez lento y carísimo. Los gobernantes y grandes comerciantes no estaban aislados unos de otros: se estima que veinte
millones de cartas pasaron por los correos ingleses al principio de las guerras con Bonaparte (al final de la
época que estudiamos serían diez veces más); pero para la mayor parte de los habitantes del mundo, las cartas eran algo inusitado y no podían leer o viajar —excepto tal vez a las ferias y mercados— fuera de lo
corriente. Si tenían que desplazarse o enviar mercancías, habían de hacerlo a pie o utilizando lentísimos
carros, que todavía en las primeras décadas del siglo xix transportaban cinco sextas partes de las mercancías francesas a menos de 40 kilómetros por día. Los correos de gabinete volaban a través de largas distancias con
su correspondencia oficial; los postillones conducían las diligencias sacudiendo los huesos de una docena de viajeros o, si iban equipadas con la nueva suspensión de cueros, haciéndoles padecer las torturas del mareo.
Los nobles viajaban en sus carrozas particulares. Pero para la mayor parte del mundo la velocidad del ca-
rretero caminando al lado de su caballo o su mula imperaba en el transporte por tierra.
En estas circunstancias, el transporte acuático era no sóló más fácil y barid , sino también a menudo más rápido si los vientos y el tiempo eran favorables. Durante su viaje por Italia, Goethe empleó cuatro y tres días, respectivamente,' en ir y volver navegando de Nápoles a Sicilia. ¿Cuánto tiempo habría tardado en recorrer la misma distancia por tierra con muchísima menos comodidad? Vivir cerca de un puerto era vivir cerca del mundo. Realmente, Londres estaba más cerca de Plymouth o de Leith que de los pueblos de Breckland en. Norfolk; Sevilla era más accesible desde Veracruz que desde Valladolid, y Hamburgo desde Bahía que desde el interior de Pomerania. El mayor inconveniente del transporte acuático era su intermitencia. Hasta 1820, los correos de Londres a Hamburgo y Holanda sólo se hacían dos veces a la semana; los de Suecia y Portugal, una vez por semana, y los de Norteamérica, una vez al mes. A pesar de lo cual no cabe duda de que Nueva York y Boston estaban en contacto mucho más estrecho que, digamos, el condado de Maramaros, en los Cárpatos, con Budapest. También era más fácil transportar hombres y mercancías en cantidad sobre la vasta extensión de los océanos —por ejemplo, en cinco años (1769-1774) salieron de los puertos del Norte de Irlanda 44.000 personas para Amé-_rica, mientras sólo salieron cinco mil para Dundee en tres generaciones— y unir capitales `distantes que la ciudad y el campo del mismo país. La noticia de la caída de la Bastilla tardó trec días en llegar a Madrid, y, en cambio, no se recibió en Péronne, distante sólo de París 133 kilómetros, hasta el 28 de julio.
Por todo ello, el mundo de 1789 era incalculablemente vasto para la casi totalidad de sus habitantes. La mayor parte de éstos, de no verse desplazados por algún terrible acontecimiento o el servicio militar, vivían y morían en la región, y con frecuencia en la parroquia de su nacimiento: hasta 1861 más de nueve personas por cada diez en setenta de los noventa departamentos franceses vivían en el departamento en
que- nacieron. El resto del globo era asunto e los agentes de gobierno y materia de rumor. No ha .ía^pertócli: cos, salvo para un escaso número de lectores de las clases media y alta —la circulación corriente de un periódico francés era de 5.000_ ejemplares'^ en 1814—, y en todo caso muchos no sabían leer Las noticias eran difundidas por los viajeros y la parte móvil de la población: mercaderes y buhoneros, viajantes, artesanos y trabajadores de la tierra sometidos a la migración de la siega o la vendimia, la amplia y variada población vagabunda, que comprendía desde frailes mendicantes o peregrinos hasta contrabandistas, bandoleros, salteadores, gitanos y titiriteros y, desde luego, a través de los soldados que caían sobre las poblaciones en tiempo de guerra o las guarnecían en tiempos de paz. Naturalmente, también llegaban las noticias por las vías oficiales del Estado o la Iglesia. Pero incluso la mayor parte de los agentes de uno y otra eran personas de la localidad elegidas para prestar en ella un servicio vitalicio. Aparte de en las colonias, el funcionario nombra-do por el gobierno central y enviado a una serie de puestos provinciales sucesivos, casi no existía todavía. De todos los empleados del Estado, quizá sólo los militares de carrera podían esperar vivir una vida un poco errante, de la que sólo les consolaba la variedad de vinos, mujeres y caballos de su país.
El mundo de 1789 era preponderantemente rurtt - :y --no - puede.-^ comprenderse si no–^ nos 'damos cuenta exacta de este hecho. En países como Rusia, Escandinavia o los Balcanes, en donde la cm aád mi había florecido demasiado, del 90 al 97 por 100 de la población era campesina. Incluso en regiones con fuerte, aunque decaída, tradición urbana, el tanto por ciento rural o agrícola era altísimo: el 85 en Lombardía, del 72 al 80 en Ve-necia, más del 90 en Calabria y Lucania, según datos dignos de crédito'. De hecho, fuera de algunas florecientes zonas industriales o comercia-les, difícilmente encontraríamos un gran país europeo en el que por lo menos cuatro de cada cinco de sus habitantes no fueran campesinos. Hasta en la propia Inglaterra, la población urbana sólo superó por primera vez ala rural .en .1851. La_palabra: «ui_bana>> es ambigua, desde luego. Comprende a las dos ciudades europeas que en 1789 podían ser llamadas verdaderamente gran-eles por el número de sus habitantes: Londres, con casi un millón; París, con _casi medio, y al-ganas otras con cien mil "más o menos dos en Francia, dos en Alemania, quizá cuatro en España, quizá cinco en Italia (el Mediterráneo era tra-'.dicionalmente la patria de las ciudades), dos en Rusia y una en Portugal, Polonia, Holanda, Austria, Irlanda, Escocia y la Turquía europea. Pero también incluye la multitud de pequeñas ciudades provincianas en las que vivían realmente la mayor parle de sus habitantes: ciudades en las que un hombre podía trasladarse en cinco minutos desde la catedral, rodeada de edificios públicos y casas de personajes, al campo. Del 19 por 100 de los austríacos que todavía al final de nuestro período (1834) vivían en ciudades, más de las tres cuartas partes residían en poblaciones de menos de 20.000 habitantes, y casi la mitad en pueblos de dos a cinco mil habitantes. Estas eran las ciudades a través de las cuales los jornaleros franceses hacían su vuelta a Francia; en cuyos perfiles medievales, conservados intactos por la Paralización de los siglos, los poetas románticos alemanes se inspiraban sobre el telón de fondo de sus tranquilos paisajes, sobre cuyos riscos se alzaban las torres de las catedrales españolas; entre las cuales, en las sucias juderías, discutían los rabinos las sutilezas de la ley divina; a las que el inspector general de Gogol llegaba para aterrorizar a los ricos y Chichikof, para estudiar la compra de las almas muertas. Pero éstas eran también las ciudades de las que los jóvenes ambiciosos salían para hacer revoluciones, millones o ambas cosas a la vez. Robespierre salió de. Arras; Gracchus Babcuf, de San Quintín; Napoleón Bonaparte, de Ajaccio. Estas ciudades provincianas no eran menos urbanas por ser pequeñas. Los verdaderos eluciaclanos miraban pon- encima del hombro al campo circundante con el desprecio que el vivo y sabihondo siente por el fuerte, el lento, el ignorante y el estúpido. (No obstante, el nivel de cultura de los habitantes de estas adormecidas ciudades campesinas no era como para vanagloriarse: las comedias populares alemanas ridiculizan tan cruelmente a las « krachzvinkcl», o pequeñas municipalidades, como a los más zafios patanes.) La línea fronteriza entre ciudad y campo, o, mejor dicho, entre ocupaciones urbanas y ocupaciones rurales, era rígida. En muchos países la barrera de los consumos, y a veces hasta la vieja línea de la muralla, dividía a ambas. En casos extremos, como en Prusia, el gobierno, deseoso de conservar a sus ciudadanos contribuyentes bajo su propia supervisión, procuraba una total separación de las actividades urbanas y rurales. Pero aun en donde no existía esa rígida división administrativa, los ciudadanos eran a menudo físicamente distintos de los campesinos. En una vasta extensión de la Europa oriental había islotes germánicos, judíos o italianos en lagos eslavos, magiares o rumanos. Incluso los ciudadanos de la misma nacionalidad y religiónparecían distintos de los campesinos de los contornos: vestían otros trajes y realmente en muchos casos (excepto en la explotada
de esclavos, de la africana. Fundamentalmente, la historia de esta zona en el período de que nos ocupamos podría resumirse en la decadencia del azúcar y la preponderancia del algodón. Al Este de Europa occidental, más especifica-mente aún, al Este de la línea que corre a lo largo del Elba, las
fronteras occidentales de lo que hoy es Checoslovaquia, y que llegaban hasta el Sur de Trieste, separando el
Austria oriental de la occidental, estaba la región de la servidumbre agraria. Socialmente, la Italia al Sur de la Toscana y la Umbría, y la España meridional, pertenecían a esta región; pero no Escandinavia (con la excep-
ción parcial de Dinamarca y el Sur de Suecia). Esta vasta zona contenía algunos sectores de cultivadores técnicamente libres: los colonos alemanes se esparcían por todas partes, desde Eslovenia hasta el Volga, en
clanes virtualmente indepenclientes en las abruptas montañas de Iliria, casi igualmente que los hoscos
campesinos guerreros que eran los panderos y cosacos, que habían constituido hasta poco antes la frontera militar entre los cristianos y los turcos y los tártaros, labriegos independientes del señor o el Estado, o
aquellos que vivían en los grandes bosques en donde no existía el cultivo en gran escala. En conjunto, sin embargo, el cultivador típico no era libre, sino que realmente estaba ahogado en la marea de la servidumbre,
creciente casi sin interrupción desde finales del siglo xv o principios del xvi. Esto era menos patente en la
región de los Balcanes, que había estado o estaba todavía bajo la directa administración de los turcos. Aunque el primitivo sistema agrario del prefeudalismo turco, una rígida división de la tierra en la que cada unidad
mantenía, no hereditariamente, a un guerrero turco, había degenerado en un sistema de propiedad rural hereditaria bajo señores mahometanos. Es-tos señores rara vez se dedicaban a cultivar sus tierras,
limitándose a sacar lo que podían de sus campesinos. Por esa razón, los Balcanes, al Sur del Danubio y el
Save, surgieron cíe la dominación turca en los siglos XIX y xx como países fundamentalmente campesinos, aunque muy pobres, y no como países de propiedad agrícola concentra-da. No obstante lo cual, el campesino
balcánico era legalmente tan poco libre como un cristiano, y de hecho tan poco libre como un campesino, al menos en cuanto concernía a los señores. En el resto de la zona, el campesino típico era un siervo que dedicaba una gran parte de la se-mana a trabajos forzosos sobre la tierra del se-ñor u otras obligaciones-por el estilo. Su falta de libertad podía ser tan grande que apenas se diferenciara de la esclavitud, coino en Rusia y en algunas partes. de Polonia, en donde podían ser vendidos separadamente de la tierra. Un anuncio insertado en la' «Gaceta de Moscú», en 1801, de-cía: «Se venden tres cocheros, expertos y de buena presencia, y dos muchachas, de dieciocho y quince años, ambas de buena presencia y expertas en diferentes clases de trabajo manual. La misma casa tiene en venta dos peluqueros: uno, de veintiún años, sabe leer, escribir, tocar un instrumento musical y servir como postillón; el otro es útil para arreglar el cabello a damas y caballeros y afinar pianos y órganos.» (Una gran pro-porción de siervos servían como criados domésticos; en Rusia eran por lo menos el 5 por 100 3 .) En la costa del Báltico —la principal ruta comercial con la Europa occidental—, los siervos campesinos producían grandes cosechas para la exportación al Oeste, sobre todo cereales, lino, cáñamo y maderas para la construcción de barcos. Por otra parte, también suministraban mucho al mercado regional, que contenía al menos una región accesible de importancia industrial y des-arrollo urbano: Sajonia, Bohemia y la gran ciudad de Viena. Sin embargo, gran parte de la zona permanecía atrasada. La apertura de la ruta del Mar Negro y la creciente urbanización de Europa occidental, y principalmente de Inglaterra, acababan de empezar hacía poco a estimular las exportaciones de cereales del cinturón de tierras negras rusas, que serían casi la única mercancía exportada por Rusia hasta la industrialización de la URSS. Por ello, también el área servil oriental puede considerarse, lo mismo que la de las colonias ultramarinas, como una «economía dependiente» de Europa occidental en cuanto a alimentos y materias primas. Las regiones serviles de Italia y España tenían características económicas similares, aunque la situación legal de los campesinos era distinta. En términos generales, había zonas de grandes pro-piedades de la nobleza. No es imposible que algunas de ellas fueran en Sicilia y en Andalucía descendientes directas de los latifundios romanos, cuyos esclavosy coloni se convirtieron en los característicos labradores sin tierra de dichas regiones. Las grandes dehesas, los cereales (Sicilia siempre fue riquísimo granero) y la extorsión de todo cuanto podía obtenerse del mísero campesinado, producían las rentas de los grandes señores a los que pertenecían^4.
El señor característico de las zonas serviles era pues, un noble propietario y cultivador o explotador de grandes haciendas, cuya extensión produce vértigos a la imaginación: Catalina la Grande re-partió unos cuarenta a cincuenta mil siervos entre sus favoritos; los Radziwill, de Polonia, tenían propiedades mayores que la mitad de Irlanda; los Potocki poseían millón y medio de hectáreas en Ucrania; el conde húngaro Esterhazy (patrón de Haydn) llegó a tener más de dos millones. Las propiedades de decenas de miles de hectáreas eran numerosas Aunque descuidadas y cultivadas con procedimientos primitivos muchas de ellas, producían rentas fabulosas. El grande de España podía —como observaba un visitante francés de los desolados fundos de la casa de Medina-Sidonia—^ reinar como un león en la selva, cuyo rugido espantaba a cualquiera que pudiera acercarse»', pero no estaba falto de dinero, igualando los amplios recursos de los milores ingleses. Además de los magnates, otra clase de hidalgos rurales, de diferente magnitud y recursos económicos, expoliaba también a los campesinos. En algunos países esta clase era abundantísima, y, por tanto, pobre y descontenta. Se distinguía de los plebeyos principalmente por sus privilegios sociales y políticos y su poca afición a dedicarse a cosas —como el trabajo— indignas de su condición. En Hungría y Polonia esta clase representaba el 10 por 100 de la población total, y en España, a finales del siglo xviiz, la componían me-dio millón de personas, y en 1827 equivalía al 10 por 100 de la total nobleza europea "; en otros sitios era mucho menos numerosa.
Socialmente, la estructura agraria en el resto de Europa no era muy diferente. Esto quiere decir que, para el campesino o labrador, cualquiera que poseyese una finca era un «caballero», un miembro de la clase dirigente, y viceversa: la condición de noble o hidalgo (que llevaba aparefiados privilegios sociales y políticos y era el único camino para acceder a los altos puestos del Estado) era inconcebible sin una gran propiedad. En muchos países de Europa occidental el orden feudal implicado por tales maneras de pensar es-taba vivo políticamente, aunque cada vez resulta.^ ba más anticuado en lo económico. En realidad, su ranciedad, que hacía aumentar las rentas cic los nobles y los hidalgos, a pesar del aumento de precios y de gastos, hacía a los aristócratas explotar cada vez más su posición económica inalienable y los privilegios de su nacimiento y condición. En toda la Europa continental los nobles expulsaban a sus rivales de origen. más modesto de los cargos provechosos dependientes de la corona: desde Suecia, en donde la proporción de oficiales plebeyos bajó del 66 por 100 en 1719 (42 por 100 en 1700) al 23 por 100 en 1780hasta Francia, en donde esta «reacción feudal» precipitaría la revolución._ Pero incluso en donde había en algunos aspectos cierta flexibilidad, como en Francia, en que el ingreso en la nobleza territoreal—d a relátivárricntc fácil, o como r en Inglaterra, en donde la condición de noble y propietario se alcanzaba como recompensa por servicios o riquezas de otro género, el vínculo entre gran pro-piedad rural y clase dirigente seguía firme y acabó por hacerse más cerrado. Sin embargo, económicamente, la sociedad rural occidental era muy diferente. El campesino había perdido mucho de su condición servil en los últimos tiempos de la Edad Media, aunque subsistieran a menudo muchos restos irritantes de dependencia legal.' Los fundos característicos ha-cía tiempo que hábían dejado de ser una unidad de explotación económica convirtiéndose en un sistema de percibir rentas y otros ingresos en di- nero. El campesino, más o menos libre, grande, mediano o pequeño, era el típico cultivador del suelo. Si era arrendatario de cualquier clase, pagaba una renta (o, en algunos sitios, una parte de la cosecha) al señor. Si técnicamente era un propietario, probablemente estaba sujeto a una serie de obligaciones respecto al señor local, que podían o no convertirse en dinero (como la obligación de vender su trigo al molino del señor), lo mismo que pagar impuestos al príncipe, diezmos a la Iglesia y prestar algunos servicios de trabajo forzoso, todo lo cual contrastaba con la relativa atencion de los estratos sociales más elevados.,exención, si estos lazos políticos se hubieran roto, una gran parte de Europa habría surgido como un área de agricultura campesina; generalmente una en la que una minoría de ricos campesinos habría tendido a convertirse en granjeros comerciales, vendiendo un permanente sobrante de cosecha al mercado urbano, y en la que una mayoría de campesinos medianos y pequeños habría viyido con cierta independencia de sus recursos, a me-nos que éstos fueran tan pequeños que les obligaran a dedicarse temporalmente a otros trabajos, agrícolas o industriales, que les permitieran aumentar sus ingresoS. / Sólo unas pocas comarcas habían impulsado el desarrollo agrario dando un paso adelante hacia una agricultura puramente capitalista, principal-mente en Inglaterra.' La gran propiedad estaba muy concentrada, pero el típico cultivador era un comerciante de tipo medio, granjero-arrendatario que
productos de los que era creciente la demanda en Europa, Pero la independencia política de China y el Japón quitaría a este comercio una^ parte de su carácter de piratería.
hierro de esta segunda zona colonial. Y entre las economías relativamente desarrolladas de Europa —que incluían, hablando en términos económicos, las activas comunidades de pobladores blancos en las colonias británicas de América del Norte (desde 1783, los Estados Unidos_ de _América)—la red cómércial!^ se hacía más y más den a Elnabab o indiano, que regresaba de las colonias con una fortuna muy superior a los sueños de la avaricia provinciana; el comerciante y armador, cuyos espléndidos puertos —Burdeos, Bristol, Liverpool— habían sido construidos o reconstruidos en el siglo, parecían los verdaderos triunfadores económicos de la época, sólo comparables a los grandes funcionarios y financieros que amasaban sus caudales en el provechoso servicio de los Estados, pues aquélla era la época en la que el término «oficio provechoso bajo la corona» tenía un significado literal. Aparte de ellos, la clase media de abogados, administradores de gran-cíes fincas, cerveceros, tenderos y algunas otras profesiones que acumulaban una modesta riqueza a costa del mundo agrícola, vivían unas vidas humildes y tranquilas, e incluso el industrial pare-cía poco más que un pariente pobre. Pues aunque la minería y la industria se extendían con rapidez en todas partes de Europa, el mercader (y en Europa oriental muy a menudo también el señor feudal) seguía siendo su verdadero director. Por esta razón, la principal forma de expansión de la producción industrial fue la denomina-da sistema doméstico, por el cual un mercader compraba todos los productos del artesano o del trabajo no agrícola de los campesinos para venderlo luego en los grandes mercados. El simple crecimiento de este tráfico creó inevitablemente unas rudimentarias condiciones para un temprano capitalismo industrial. El artesano, vendiendo su producción total, podía convertirse en algomás que un trabajador pagado a destajo, sobre todo si el gran mercader le proporcionaba el material en bruto o le suministraba algunas herramientas. El campesino que también tejía podía convertirse en el tejedor que tenía también una parcelita de tierra. La especialización en los procedimientos y funciones permitió dividir la vieja artesanía o crear un grupo de trabajadores semiexpertos entre los campesinos. El antiguo maestro artesano, o algunos grupos especiales de artesanos o algún grupo local de intermediarios, pudieron convertirse en algo semejante a subcontratistas o patronos. Pero la llave maestra de estas formas descentralizadas de producción, el lazo de unión del trabajo de las aldeas perdidas o los suburbios de las ciudades pequeñas con el mercado mundial, era siempre alguna clase de mercader. Y los «industriales» que surgieron o estarián á punto de surgir de»^ las filas de los propios productores eran pequeños operarios a su lado, aun cuando nó dependieran directamente de aquél. Hubo algunas raras excepciones, especial-mente en la Inglaterra industrial. Los forjadores, y otros hombres como el gran alfarero Josiah Wedgwood, eran personas orgullosas y respeta-das, cuyos establecimientos visitaban los curiosos de toda Europa. Pero el típico industrial (la pa-labra no se había inventado todavía) seguía sien-do un suboficial más bien que un capitán de industria. No obstante, cualquiera que fuera su situación, las actividades del comercio y la manufactura florecían brillantemente)Inglaterra, el país europeo más próspero del siglo XVIII, debía su poderío a su progreso económico. Y hacia 1780 todos los gobiernos continentales que aspiraban a una política racional, fomentaban el progreso económico y, de manera especial, el desarrollo industrial, pero no todos con el mismo éxito. Las ciencias, no divididas todavía como en el académico siglo t rx en una rama superior «pura» y en otra inferior «aplicada», se dedicaban a resolver los problemas de la producción: Cos avances más sorprendentes en 1780 fueron los de la química más estrechamente ligada por la tradición—á la práctica de los talleres y a las necesidades de la industria. La granEnciclopedia de Dide_rot y D'Alembert no fue sólo un compendio del pensamiento progresista político y social, sino también del progreso técnico y científico.[Pues, en efecto, la convicción del progreso del conocimiento humano, el racionalismo, la riqueza, la civilización y el dominio de la naturaleza de que tan profundamente imbuido estaba el siglo xviii, la Ilustración, debió su fuerza, ante todo, al evidente progreso de la producción y el comercio, y al racionalismo económico y científico, que se creía asociado a ellos de manera inevitable. Y sus mayores paladines fueronlas clases más progresistas económicamente, las más directamente implicadas en los tangibles adelantos de los tiempos: los círculos mercantiles y los grandes señores económicamente ilustrados, los financieros, los funcionarios con formación económica y social, la clase media edueada los fabricantes y los empresariogTales hombres saludaron a un Benjamin Franklin, impresor y periodista, inventor, empresario, estadista y habilísimo negociante, como el símbolo del futuro ciudadano, activo, razonador y autoformado. Ta-les hombres, en Inglaterra, en donde los hombres nuevos no tenían necesidades de encarnaciones revolucionarias trasatlánticas, formaron las
sociedades provincianas de las que brotarían muchos avances científicos, industriales y políticos. La Sociedad Lunar (Lunar Society) de Birmingham, por ejemplo; contaba entre sus miembros al citado Josiah Wedgwood, al inventor de la máquina de vapor, James Watt, y a su socio Matthew Boulton, al químico Priestley, al biólogo precursor de las teorías evolucionistas Erasmus Darwin (abuelo de un Darwin más famoso), al gran impresor Baskcrvillc.(Todos estos hombres, a su vez, pertenecían a las logias masónicas, en las que no contaban las diferenciasd clase y se propagaba con celo desinteresado la ideología de la Ilustración). Es significativo que los dos centros principales de esta ideología —Francia e Inglaterra— lo fueran también de la doble revolución; aunque de hecho sus ideas alcanzaron mucha mayor difusión en sus
fórmulas francesas (incluso cuando éstas eran versiones galas de otras inglesas). Un individualismo secular,
racionalista y progresivo, doininaba el pensamiento «ilustrado». Su objetivo principal era liberar al individuo de las cadenas que le oprimían: el tradicionalismo ignorante de la Edad Media que todavía proyectaba sus
sombras sobre el mundo; la superstición de las Iglesias (tan distintas de la religión «natural» o «racional»); de la irracionalidad que dividía a los hombres en una jerarquía de clases altas y bajas según el nacimiento o
algún otro criterio desatinado. La libertad, la igualdad —y luego la fraternidad—de todos los hombres eran
sus lemas. (En debida forma serían también los de la Revolución francesa.) El reinado de la libertad individual no podría tener sino las más beneficiosas consecuencias. El libre ejercicio del talento individual en
un mundo de razón produciría los más extraordinarios resultados. La apasionada creencia en el progreso del típico pensador «ilustrado» reflejaba el visible aumento en conocimientos y técnica, en riqueza, bienestar y
civilización que podía ver en torno suyo y que achacaba con alguna justicia al avance creciente de sus ideas.
Al principio de su siglo, todavía se llevaba a la hoguera a las brujas; a su final, algunos gobiernos «ilustrarlos», como el de Austria, habían abolido no sólo la tortura judicial, sino también la esclavitud. ¿Qué
no cabría esperar si los obstáculos que aún oponían al progreso los intereses del feudalismo y la Iglesia fuesen barridos definitivamente.
No es del todo exacto considerar la Ilustración como una ideología de clase media, aunque hubo muchos
«ilustrados» —y en política fueron los más decisivos— que consideraban irrefutable que la sociedad libre sería una sociedad capitalista^5. Pero, en teoría, su objetivo era hacer libres a todos los seres humanos.
Todas las ideologías progresistas, racionalistas y humanistas están implícitas en ello y proceden de ello. Sin
embargo, en la práctica, los jefes de la emancipación por la que clamaba la Ilustración procedían por lo ge- neral de las clases intermedias de la sociedad —hombres nuevos y racionales, de talento y méritos
independientes del nacimiento—, y el orden social que nacería de sus actividades sería un orden «burgués» y capitalista.
Por tanto, es más exacto considerar la Ilustración como una ideología revolucionaria, a pesar de la
caüfélá 'y moderación política de muchos de ' sus caudillos continentales, la mayor parte de los cuales — hasta 1780— ponían su fe en la monarquia absoluta «ilustrada». El «despotismo _ilustrádo supondría la
abolición del orden político y social existente en la mayor parte de Europa. Pero era demasiado esperar que los «anciens régimes» se destruyeran a sí mismos voluntariamente. Por el contrario, como hemos visto, en
algunos aspectos se reforzaron contra el avance de las nuevas fuerzas sociales y económicas. Y sus
ciudadelas (fuera de Inglaterra, las Provincias Unidas y algún otro sitio en donde ya habían sido derrotados) eran las mismas monarquías en las que los moderados «ilustrados» tenían puestas sus esperanzas.
Con la excepción de la Gran Bretaña (que había hecho su revolución en el siglo xvii) y algunos Estados
se oponían a la política de sus gobiernos centrales, que subordinaba los intereses estrictamente coloniales a los de la metrópoli. En todas partes de las Américas —española, francesa e inglesa—, lo mismo que en Irlanda, se produjeron movimientos que pedían autonomía —no siempre por regímenes que representaban fuerzas más progresivas económicamente que las de las metrópolis—, y varias colonias o la consiguieron por vía pacífica durante algún tiempo, como Irlanda, o la obtuvieron por vía revolucionaria, como los Estados Unidos. La expansión económica, el desarrollo colonial y la tensión de las proyectadas reformas del «despotismo ilustrado» multiplicaron la ocasión de tales conflictos entre los años 1770 y 1790. La disidencia provincial o colonial no era fatal en sí. Las sólidas monarquías antiguas podían so-portar la pérdida de una o dos provincias, y la víctima principal del autonomismo colonial —Inglatc rra— no sufrió las debilidades de los viejos regímenes, por lo que permaneció tan estable y dinámica a pesar de la revolución americana. Había pocos países en donde concurrieran las condiciones puramente domésticas para una amplia transferencia de los poderes. Lo que hacía explosiva la situación era la rivalidad internacional.
La extrema rivalidad internacional —la guerra—ponía a prueba los recursos de un Estado. Cuandoera incapaz de soportar esa prueba, se tambaleaba, se resquebrajaba o caía. Una tremenda serie de rivalidades políticas imperó en la escena internacional europea durante la mayor parte del siglo XVIII, alcanzando sus períodos álgidos de guerra general en 1689-1713, 1740-1748, 1756-1763, 1776-1783 y sobre todo en la época que estudiarnos, 1792-1815. Este último fue el gran conflicto entre Gran Bretaña y Francia, que también, en cierto sentido, fue el conflicto entre los viejos y los nuevos regímenes. Pues Francia, aun suscitando la hostilidad británica por la rápida expansión de su comercio y su imperio colonial, era también la más poderosa, eminente e influyente, y, en una pa-labra, la clásica monarquía absoluta y aristocrática. En ninguna ocasión se hace más manifiesta la superioridad del nuevo sobre el viejo orden so. cial que en el conflicto entre ambas potencias. Los ingleses no sólo vencieron más o menos decisiva-mente en todas esas guerras excepto una, sino que soportaron el esfuerzo de su organización, sostenimiento y consecuencias con relativa facilidad. En cambio, para la monarquía francesa, aunque más grande, más populosa y más provista de re-cursos que la inglesa, el esfuerzo fue demasiado grande. Después de su derrota en la Guerra de los Siete Años (1756- 1763), la rebelión de las colonias americanas le dio oportunidad de cambiar las tornas para con su adversario. Francia la aprovechó. Y naturalmente, en el subsiguiente conflicto internacional Inglaterra fue duramente derrotada, perdiendo la parte más importante de su imperioamericano, mientras Francia, aliada de los nuevos Estados Unidos, resultó victoriosa. Pero el coste de esta victoria fue excesivo, y las dificultades delgobierno francés desembocaron inevitablemente en un período de crisis política interna, del que seis años más tarde saldría la revolución.
Parece necesario completar este examen preliminar del mundo en la época de la doble revolución con una ojeada sobre las relaciones entre Europa (o más concretamente la Europa occidental del Norte) y el resto del mundo. El completo dominio político y militar del mundo por Europa (y sus prolongaciones ultramarinas, las comunidades de colonos blancos) iba a ser el producto de la época de la doble revolución. A finales del siglo xvrzi, en varias de las grandes potencias y civilizaciones no europeas, todavía se consideraba iguales al mercader, al marino y al soldado blancos. El gran Imperio chino, entonces en la cima de su poderío bajo la dinastía manchú (Ch'ing), no era víctima de nadie. Al contrario, una parte de la influencia cultural corría desde el Este hacia el Oeste, y los filósofos europeos ponderaban las lecciones de aquella civilización distinta pero evidentemente refinada, mientras los artistas y artesanos copiaban los motivos —a menudo ininte- ligibles— del Extremo Oriente en sus obras y adaptaban sus nuevos materiales (porcelana) a los usos europeos. Las potencias islámicas (como Turquía), aunque sacudidas periódicamente por las fuerzas militares de Ios Estados europeos vecinos (Austria y sobre todo Rusia), distaban mucho de ser los pueblos desvalidos en que se convertirían en el siglo xzx. Africa permanecía virtualmente in-mune a la penetración militar europea. Excepto en algunas regiones alrededor del Cabo de Buena Esperanza, los blancos estabas confinados en las factorías comerciales costeras. Sin embargo, ya la rápida y creciente expansión del comercio y las empresas capitalistas europeas socavaban su orden social; en Africa, a través de la intensidad sin precedentes del terrible tráficode esclavos; en el Océano Indico, a través de la penetración de las potencias colonizadoras rivales, y en el Oriente Cercano y Medio, a través de los conflictos comerciales y militares. La conquista europea directa ya empezaba a extenderse significativamente más allá del área ocupada desde ha-cía mucho tiempo por la primitiva colonización de los españoles y los portugueses en el siglo xvt, y los emigrados blancos en Norteamérica en el xviz. El avance crucial lo hicieron los ingleses, que ya habían establecido un control territorial directo sobre parte de la India (Bengala principalmenle) y virtual sobre el Imperio mughal, lo que, dan-do un paso más, los llevaría en el período estudia-do por nosotros a convertirse en gobernadores y administradores de toda la India. La relativa debilidad de las civilizaciones no europeas cuando se enfrentaran con la superioridad técnica y militar de Occidente estaba prevista. La que ha sido llamada «la época de Vasco de Gama», las cuatro centurias de historia universal durante las cuales un puñado de Estados europeos y la fuerza del capitalismo
europeo estableció un completo, aun-que temporal —como ahora se ha demostrado—, dominio del mundo, estaba a punto de alcanzar su momento culminante. La doble revolución iba a hacer irresistible la expansión europea, aunque también iba a proporcionar al mundo no europeo las condiciones y el equipo para lanzarse al contraataque.
Tales trabajos, a pesar de sus operaciones, causas y consecuencias, tienen un mérito infinito y acreditan los talentos de este hombre ingenioso y práctico, cuya voluntad tiene el mérito, donde quiera que va, de hacer pensar a los hombres...Liberadlos de esa indiferencia perezosa, soñolienta y estúpida, de esa ociosa negligencia que los encadena a los senderos trillados de sus antepasados, sin curiosidad, sin imaginación y sin ambición, y tened la seguridad de hacer el bien. ¡Qué serie de pensamientos, qué espíritu de lucha, qué masa de energía y esfuerzo ha brotado en cada aspecto de la vida, de las obras de hombres como Brindley, Watt, Priestley, Harrison, Arkwright...! ¿En qué campo de la actividad podríamos encontrar un hombre que no se sintiera anima-do en sus ocupaciones contemplando la máquina de vapor de Watt? ARTHUR YouNC:Tours in England and Wales 1.
Desde esta sucia acequia la mayor corriente de industria humana saldría para fertilizar al mundo en- tero. Desde esta charca corrompida brotaría oro puro. Aquí la humanidad alcanza su más completo desarrollo. Aquí la civilización realiza sus milagros y el hombre civilizado se convierte casi en un salvaje. A. DE ToCQUEVILLE, sobre Manchester, en 1835^2.
La revolución industrial
Vamos a empezar con la revolución industrial, es decir, con la inglesa. A primera vista es un punto de partida caprichoso, pues las repercusiones de esta revolución no se hicieron sentir de manera inequívoca —y menos aún fuera de Inglaterra—hasta muy avanzado ya el período que estudiamos; seguramente no antes de 1830, probablemente no antes de 1840. Sólo en 1830 la literatura y las artes empiezan a sentirse atraídas por la ascensión de la sociedad capitalista, por ese mundo en el que todos los lazos sociales se aflojan salvo los implacables nexos del oro y los pagarés (la frase es de Carlyle).La comedia lttttttatta de B_alzac, el monumento más—extraordinario- dedicado a esa ascensión, pertenece a esta década. Pero hasta cerca de 1840 no empieza a producirse la gran corriente de literatura oficial y no oficial sobre los efectos sociales de la revolución industrial: los grandesBluebooks (Libros Azules) e investigaciones estadísticas en Inglaterra, el Tableau de l'état pltisvque et moral des ouvriers de Villermé, laCottdition of tlte Working Class in England de Engcls, la obra de Ducpetiaux en Bélgica y los informes de observadores inquietos u horrorizados viajeros desde Alemania a España y a los Estados Unidos. I-Iasta 1840, el proletariado —ese hijo de la revolución industrial— y el comunismo, unido ahora a sus movimientos sociales —el fantasma delManifiesto comunista— , no se ponen en mar-cha sobre el continente. El mismo nombre de revolución industrial refleja su impacto relativamente tardío sobre Europa. La cosa existía en Inglaterra antes que el nombre. Hacia 1820, los socialistas ingleses y franceses —que formaban un grupo sin precedentes— lo inventaron proba-blcmente por analogía con la revolución política de Francia No obstante, conviene considerarla antes, por dos razones. Primero, porque en realidad «estalló» antes de la toma de la Bastilla; y luego, porque sin ella no podríamos comprender el impersonal subsuelo de la historia
Hasta en las ciencias sociales los ingleses estaban mtiv lejos de esa superioridad que hacía de las económicas un campo fundamentalmente anglosajón. La revolución industrial puso a estas ciencias en un prime° lugar indiscutible. Los economistas de los años 1780 leían, sí, a Adam Smith, pero también —y^ quizá con más provecho— a los fisiócratas y a los expertos hacendistas franceses Quesnav, Turgot, Dupont de Nemours, Lavoisicr, y tal vez a uno o dos italianos. Los franceses realizaban inventos más originales, como el telar Jacquard (1804), conjunto mecánico muy superior a cual-quiera de los conocidos en Inglaterra, y consi nila -t mejores barcos. Los alemanes disponían de instituciones para la enseñanza técnica como laBerg akadcrnie prusiana, sin igual en Inglaterra, y la Revolución francesa creó ese organismo impresionante y único que era laEscuelct_Politdcr. iica. La educación inglesa era una broma de dudoso gusto, aunque sus deficiencias se compensaban en parte con las escuelas rurales y las austeras, turbulentas y democráticas Universidades calvinistas de Escoéiá, que enviaban una corriente de jóveües brillantes, laboriosos y ambiciosos al país me ridional. Entre ellos figuraban James Watt, Thomas Telford, Loudon McAdam, James Mili y otros. Oxford y Cambridge, las dos únicas Universidades inglesas, eran intelectualmente nulas, igual que las soñolientas escuelas públicas o de humanidades, con la excepción de las Academias fundarlas por los disidentes, excluidos del sistema educativo anglicano. Incluso algunas familias aristocráticas que deseaban que sus hijos adquiriesen una buena educación, los confiaban a preceptores o los enviaban a las Universidades escocesas. En realidad, no hubo un sistema de enseñanza primaría hasta que el cuáquero _Lancastcr (y tras él sus rivales anglicanos) obtuvo abundantísima cosecha de graduados elementales a principios del si-glo xtx, cargando incidentalmente para siempre de discusiones sectarias la educación inglesa. Los temores sociales frustraban la educación de los pobres.
Por fortuna, eran.. necesarios pocos refinamientos intelectuales para hacer la revoluci6n._industrial^6. Sus inventos técnicos fueron sumamente modestos, y en ningún sentido superaron a los experimentos de los artesanos inteligentes en sus ta-reas, o las capacidades constructivas de los carpinteros, constructores de molinos y cerrajeros: la lanzadera volante, la máquina para hilar,el iluso mecánico. Hasta su máquina más científica --la giratoria de vapor de James Watt (1784j no requirió más conocimientos físicos de los ascqui bies en la mayor parte del siglo —la verdadera teoría de las máquinas de vapor sólo se desarrollaría «ex post. facto» por el francés Carnot en 1820— y serían necesarias varias generaciones para su utilización práctica, sobre todo en las minas. Darlas las condiciones legales, las innovaciones técnicas de la revolución industrial se hicieron realmente a sí mismas, excepto quizá en la industria química. Lo cual no quiere decir que los primeros industriales no se interesaran con frecuen cia por la ciencia y la búsqueda de los beneficios prácticos que ella pudiera proporcionarles Pero las condiciones legales se dejaban sentir mucho en Inglaterra, en donde había pasado más de un siglo desde que el primer rey fue procesado en debida forma y ejecutado por su pueblo, y des-de que el
beneficio privado y el desarrollo económico habían sido aceptados como los objetivos supremos de la
política gubernamental.) ara fines prácticos, la única solución revolucionaria británica para el problema agrario ya había sido encontrada. Un puñado de terratenientes de mentalidad comercial monopolizaba casi
la tierra, que era cultivada por arrendatarios que a su vez empleaban a gentes sin tierras o propietarios de pequeñísimas parcelas Muchos residuóg^ de la antigua economía aldeana subsistían todavía para serbarridos
por lasEnclosure- Acts (1760-1830)y transacciones privadas, pero difícilmente se puede ha- 5 blar de un
«campesinado británico» en el mismo sentido en que se habla de un campesinado francés, alemán o ruso. Los arrendamientos rústicos eran numerosísimos y los productos de las gran- 5 jas dominaban los
mercados; la manufactura se había difundido hacía tiempo por el campo no feudal. [La agricultura estaba preparada, pues, para cumplir sus tres funcione s _ furtdámentales. en. una era de industrialización:
aumentar la produccióñ y la"^ prodúctividad pára alimentar a una población no agraria en rápido y creciente
aumento; proporcionar un vasto y ascendente cupo de potenciales reclutas para las ciudades y las
6
industrias^7 , y suministrar un mecanismo para la acumulación de capital utilizable por los sectores más modernos de la economía. (Otras dos funciones eran probablemente menos importantes en la Gran Bretaña:
la de crear un mercado suficientemente amplio entre la población agraria —normalmente la gran masa del pueblo— y la de proporcionar un excedente para la exportación que ayudase a las importaciones de capital.)
Un considerable volumen de capital social — costoso equipo general necesario para poner en marcha toda la
economía— ya estaba siendo constituido, principalmente en buques, instalaciones portuarias y mejoras de caminos y canales. La política estaba ya engranada con los beneficios. Las peticio ics específicás de los
hombres de negocios podían encontrar resistencia en otros grupos de intereses; y como veremos más adelante, los agricultores iban a alzar una última barrera para im-~` pedir el avance de los industriales
entre 1795 y '1846. Sin embargó,__en (^) - conjur<tQse..,aceptzba (^) - que el dinero no sólo habláka, sine que
gobernaba. Todo lo que un industrial necesitaba adquirir para ser admitido entre los regidores de la sociedad, era bastante dinero.
El hombre de negocios estaba indudablemente en un proceso de ganar más dinero, pues la mayor parte del siglo xvit i fue para casi toda Europa un período de prosperidad y de cómoda expansión económicael
verdadero fondo para el dichoso optimismo c el volteriano doctor Pangloss. Se puede argüir que más pronto
o más temprano esta expansión, ayudada por una suave inflación, habría impulsado a otros países a cruzar el umbral que separa a la economía preindustrial de la industrial. Pero el problema no es tan sencillo./ Una
gran parte de la expansión industrial del siglo xvtii no condujo de hecho, inmediatamente o dentro del futuro previsible, a la revolución industrial, por ejemplo, a la creación de un sistema de «talleres
mecanizados» que a su vez produjeran tan gran cantidad de artículos disminuyendo tanto su coste como
para no depender más de la de-Manda existente, sino para crear su propio' merca-do Así, por ejemplo, la rama de la construcción, 'o las numerosas industrias menores que producían utensilios domésticos de metal
—clavos, navajas, tijeras, cacharros, etc.— en los Midlands ingleses y en el Yorkshire, alcanzaron gran expansión en este período, pero siempre en función de un mercado existente. En 1850, produciendo mucho
más que en 1750, seguían haciéndolo a la manera antigua. Lo que necesitaban no era cualquier clase de
expansión, sino la clase especial de expansión que generaba Manchester más bien que Birmingham. Por otra parte, las primeras manifestaciones de la revolución industrial ocurrieron en una situación histórica especial, en la que el crecimiento económico surgía de las decisiones entrecruzadas de innumerables empresarios privados e inverso-res, regidos por el principal imperativo de la época: comprar en el mercado más barato para vender en el más caro. ¿Cómo iban a imaginar que obtendrían el máximo beneficio de una revolución industrial organizada en vez de unas actividades mercantiles familiares, más provechosas en el pasado? ¿Cómo iban a saber lo que nadie sabía todavía, es decir, que la revolución industrial produciría una aceleración sin igual en la expansión de sus mercados? Dado que ya se habían puesto los principales cimientos sociales de una sociedad industrial —como había ocurrido en la Inglaterra
" La moderna industria dcl motor es un buen ejemplo cíe esto. No fue la demanda de automóviles existente en 1890 la que creó una industria de moderna envergadura, sino la capacidad para producir automóviles baratos la que dio lugar a la moderna masa de peticiones.de finales del siglo xviiI—, se requerían dos cosas: primero, una industria que ya ofrecía excepcionales retribuciones para el fabricante que pu-diera aumentar rápidamente su producción total, si era menester, con innovaciones razonablemente baratas y sencillas, y segundo, un mercadomundial ampliamente monopolizado por la producción de una sola nación '. Estas consideraciones son aplicables en cierto modo a todos los países en el período que estudiamos. Por ejemplo, en todos ellos se pusieron a la cabeza del crecimiento industrial los fabrican-tes de mercancías de consumo de masas'—principal, aunque no exclusivamente, textiles Y—, por-que ya existía el gran mercado para tales mercan-cías y los negociantes pudieron ver con claridad sus posibilidades de expansión. No obstante, en otros aspectos sólo pueden aplicarse a Inglaterra, pues los primitivos industrializadores se enfrentaron con los problemas más difíciles. Una vez que la Gran Bretaña empezó a industrializarse, otros países empezaron a disfrutar de los beneficios '_le la rápida expansión económica estimulada por la vanguardia de la revolución industrial. Además, el éxito británico demostró lo que podía conseguir-se: la técnica británica se podía imitar, e importarse la habilidad y los capitales ingleses. La industria textil sajona, incapaz de hacer sus propios