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El gato de Mar de Alex Serafimovich, Apuntes de Literatura

Apuntes sobre el relato de este autor ruso

Tipo: Apuntes

2022/2023

Subido el 06/03/2023

mario-aparici
mario-aparici 🇦🇷

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Aleksandr Serafimóvich Aleksandr Serafimóvich (7 de enero de 1863, Nizhnekurmoyarskaya, Imperio ruso-19 de enero de 1949, Moscú, Unión Soviética) fue un escritor ruso/soviético galardonado con el Premio Stalin en 1943. En su juventud fue confinado por causas políticas, lo que quedó reflejado en sus primeras narraciones breves - En el banco de nieve (1887) y En las balsas (1890)-. En 1905 tomó partido por la Revolución, en la que vio el caldo de cultivo adecuado para desarrollar sus ideas socialistas. Este período de la historia de su país también quedó plasmado en algunas de sus obras, como por ejemplo El torrente de hierro (1924).

bajo un sol abrasador, y con cariñoso y humillado servilismo lame con sus verdosas lenguas los costados del buque, mientras que éste, sombrío y ceñudo, sin amenguar su pesada marcha, se balancea y durante largas horas hunde en el agua su ingente proa de hierro. Sin parar mientes en la alegre caricia del día que resplandece, ensucia con negras bocanadas de espero humo de la limpia faz del mar y el claro cielo; es un humo pesado, que sale con trabajo de las negras chimeneas y que se deposita sobre el mar, hasta muchas verstas, como un velo que se deshace y lleva su luto más allá del horizonte. Acaso porque todo él es un gigante de un millón de puds de hierro, la vida en este sombrío coloso se desliza con una disciplina férrea, plasmada en formas establecidas de una vez para siempre. Los hombres — y son novecientos — se pierden como huérfanos entre los puentes, mamparos, escotillas, escalas y piezas artilleras, entre el sinnúmero de mecanismos y de máquinas. El, el viento salino y el agua han bronceado sus caras, brazos y hombros; el hierro, que los abraza por todas partes, les ha impuesto el grave sello del silencio, y sus ojos permanecen sombríos y ceñudo. Ágiles, a cual más fuerte, cumplen con habilidad y rapidez su trabajo que nunca h ay ocasión de rehacer y de día en día es uno y el mismo. Baldear la cubierta, bruñir los cobres, desmontar y limpiar cañones, la instrucción, ejercicios de puntería, y de tiro, el código de señales, las horas de cuarto, y cuando las estrellas aparecen en el cielo, a formar en cubierta, en dos filas: — ¡Fuera gorros! Y varios centenares de voces pletóricas de salud entonan al unísono: —Pa—dre nues—tro que es—tás... Pero el hierro se traga las palabras, y pasadas las bordas únicamente se oye el chapoteo de una ola al ser cortada; y ni una sola palabra alcanza a las estrellas que rutilan con fríos destellos. Como una visión de fuerza monstruosa, prosigue su camino entre las tinieblas de la noche la negra silueta de la mole, y, perdidos en su vientre, los hombres duermen con el profundo sueño de las gentes de mar, suspendidos en sus estrechos coys. Y a la mañana siguiente, a empezar de nuevo. Así pasan los días, los meses, los años, y por las desiertas aguas sigue su peregrinación sin encontrar asilo, el monstruoso fantasma en el que todo es hierro, en el que los hombres están unidos por una férrea disciplina, donde las caras de esos

hombres parecen cubiertas por la pátina de hierro de una vida ineludible e invariable, donde todos se esfuerzan sin cesar en un trabajo que nadie sabe para quién y por qué se realiza.


Lo mismo que el acorazado, con sus secciones separadas por mamparos, los hombre que en él viven día y noche, sometidos por entero a la disciplina del servicio y a todo su régimen, se dividían en tres compartimentos estancos. El primero de ellos lo formaba una sola persona: el comandante del buque. Siempre afeitado, bien cuidado su magro cuerpo, de ojos inteligentes y altaneros, por su situación estaba condenado a la majestuosa soledad de un emperador chino. Los hombres no lo veían; todo el tiempo lo pasaba en su lujoso camarote. Había acabado por acostumbrarse a su soledad. De su alma habían desaparecido los hombres, sus rostros, sus alegrías y amarguras, y únicamente sabía que, además del infinito número de mecanismos de que estaba lleno el acorazado, le pertenecían novecientas palancas vivas, moviendo las cuales hacía cuanto deseaba del monstruo, y que él era el responsable de todo aquello. El segundo compartimiento lo componía un reducido número de oficiales. En él se oían risas y bromas; los había jóvenes y de cierta edad; hablábase en él de amores, soñaban en voz alta, hacían planes; cuando se reunían en el salón, salían de allí las notas del piano y alguna canción entonada con suave voz de barítono. Allí, aunque tímidamente, la vida trataba de escapar al abrazo del hierro. En el tercer compartimiento había más de ochocientos marineros. Se parecían tanto entre sí, que cuando formaban en interminable hilera a lo largo de la cubierta, no había nada que distinguiera uno de otro: todos por igual eran anchos de hombros, de abombado pecho, bizarros, con las gorras ladeadas, todos curtidos por los vientos cargados de sal, de oscuro y bronceado rostro. Y un mismo léxico en todos: "a sus órdenes", "se presenta el marinero...", "¿da usted su permiso?"... Y aunque en el servicio cada uno tenía su especialidad, parecía como si todos hicieran lo mismo y de una misma manera.

alto, sin que hasta ellas lleguen ni las oraciones, ni las voces de mando, ni la impasible respiración de la máquina. ...No se fijaba en el sol ni sabía nada de él. Levantábase ese sol tras el huerto del tío Ivedor; primero tocaba las copas de los sauces, luego teñía de rojo la techumbre y la blanca chimenea de la jata de la tía Gorpina; más tarde llegaba a los lejanos cerros del otro del lado del Dniéper, a los árboles del oscuro bosque, hasta que, de repente, sonreía todo: la aldea, las casas, las barracas, el bosque, el Dniéper, el polvo que el rebaño dejaba atrás y se quedaba inmóvil en el aire, los chirriantes portones y los chicuelos que perseguían a los terneros con una fara en la mano; por doquier se extendían unas sombras frescas, largas y alegres... Desde el puente llega la seca voz de mando: —¡En la proa, alerta! —¡Alerta está! ...N0 se fijaba él entonces en el sol, no veía siquiera su belleza, pues crecía como la hierba en el campo; ahora se daba cuenta de ella,la recordaba y parecíale como si el sol le diese en los ojos — como el humo acre de su fuerte tabaco—, aunque él se resistía a dejarse dominar por el espejismo... —¡El sol de mis alegrías!... La soledad era absoluta en la negra noche; el mar, inquieto y oscuro, seguía lamiendo los flancos del buque... ...No advertía antes la presencia del viejo Dniéper. El viejo río corría por entre los juncos grisáceos, extendíase por las blancas y movedizas arenas sin que el mozo lo advirtiese. Ahora se daba cuenta y lo recordaba — vivo, añoso, cariñoso, apacible, rutilante—, y a sus ojos llegaba algo amargo y oscuro, pero él se hacía fuerte y miraba a las infinitas tinieblas del mar que pasaba turbiamente allá abajo... —¡Oh, mi viejo Dniéper!... Y de nuevo, en la inmensidad de las sombras, luce la estrella de un rojo sangriento, que parece brillar en el fin del mundo. La luz roja se apaga y surge otra verde; ésta se extingue, sigue otra luz blanca y también desaparece. Y de nuevo se sucede la luz roja, verde y blanca. Él grita con la misma voz impersonal de todos:

—¡Un faro a estribor! ...No veía ni advertía los colores de su vida; ahora los ve y los advierte... ¿Pasaba hambre? Sí, la pasaba. ¿Era difícil? Sí, lo era. Pero allí había sol, estaba el Dniéper, estaban los caballos, los animales; tenía a su gris Serkó, de largas crines y la cola anudada; y estaban las mozas, no aquellas a las que iba a buscar borracho en cada puerto. Ahora veía y advertía que todo era alegre, que todo era vivo y que todo lo llevaba en el corazón y en la sangre... La soledad era absoluta, no se divisaba ya la menor luz. Y esa soledad, y el mar que se agitaba en las tinieblas, y la infinidad de las confusas sombras decían que la muerte existe y que el mundo tiene su fin. ...Pero desde el puente gritan: —¡En la proa, alerta! —¡Alerta está! Suena la campana. Acude el marinero del cuarto entrante, y Grigori, una pieza de tantas en el servicio, con la misma cara, los mismos movimientos y las mismas palabras que todos los demás, baja a dormir con el fuerte sueño de la gente de mar en su estrecho coy. Había un cuarto y último compartimiento que, al igual que el primero, se componía sólo de un ser vivo, con una vida propia y específica que no tenía nada que ver con la vida del resto. Era el gato Vaska, un gato gris con una franja negra a lo largo del lomo, de cola ondulante y cariñosa, de ojos amarillos, fríos y atentos, de patas suaves y aterciopeladas, en las que con voluptuosa lentitud ocultaba o de las que sacaba unas uñas afiladas, curvas y blancuzcas. No sabía este gato ni cuándo nació ni quiénes eran sus padres; no sabía qué era la tierra firme, no había oído el rumor de las hojas y las ramas, no había hundido sus afiladas uñas en la corteza de los árboles; jamás había visto un edificio, ni subídose a un tejado, ni escuchado la voz suave y melancólica de una gata. Este gato conocía sólo la lisa superficie metálica de los puentes, siempre de una limpieza irreprochable y estremecida día y noche por un

sus manos son blancas, y no le llama el arado, sino que sus aficiones tiran a ver cómo puede falsificar un cheque. La carcajada es general. Vaska baja a desayunarse con los cocineros y come con la marinería, sin perder jamás la tranquilidad, y es muy remilgado con lo que le ofrecen. El mundo entero termina para Vaska en los bordes del acorazado; más allá hay agua, un agua que no tiene límites ni fronteras. Y en este mundo sus únicos seres vivos visten pantalones negros y marineras blancas. Cierta vez lo pusieron delante de un espejo y él bufó furiosamente, con el pelo erizado: tan espantosa era aquella cara que veía, peluda, de largos colmillos y ojos redondos y rabiosos; clavó las uñas en la mano del marinero que lo sostenía, se evadió de él y, sin cesar en sus bufidos y con la cola tiesa y erizada, escapó corriendo. Así transcurría su vida. Muy de tarde en tarde, algunas noches, sobre todo cuando en el cielo brillaba grande y blanca la luna y desde el acorazado, siempre estremecido por su eterno temblor, se extendía una franja dorada hasta el mismo horizonte, Vaska pasaba largo rato contemplando aquella luna que se deslizaba entre las nubes, volvía luego sus ojos amarillos y fríos hacia los marineros y de súbito, abriendo su rosada boca, ensanchando los bigotes y enseñando unos dientes afilados, como blancas agujas, dejaba oír una voz inesperadamente delgada, larga y triste: —¡Mia—a—au!... ¿Qué echaba de menos? ¿La tierra, que nunca había pisado? ¿Las hojas de los árboles, cuyo rumor no había oído nunca? ¿El amor, que nunca había conocido? —¿Qué te ocurre, Vaska, estás triste? —No sé qué querrá: le dan de comer, lo visten, lo calzan... _Espera, cuando entremos en puerto te llevaremos a tierra para que te diviertas. El gato se encogía de hombros, apartábase y, retorciendo malicioso su larga cola de serpiente, se alejaba con suave paso.

Los marineros decían: —Es clavado al comandante. —Sólo le falta llevar pantalones y hablar para ser un hombre de veras.


Una ligera franja nebulosa se extendía al borde del mar. Creció y se ensanchó en un sentido y en otro, hasta que al fin vieron claramente la costa. Se acercaron más; era una costa gris, pedregosa y cortada por barrancos. En un punto se abrió y en el fondo pudo verse una estrecha banda azul. Y sobre el azul de la bahía se levantaba, toda blanca la ciudad. Resplandecen las blancas casas, sobresalen los campanarios, brillan las cruces. Las calles, formando rectángulos grises, descienden hasta la orilla, en la que se amontonan barcos de vela, vapores y lanchas. Mil voces se confunden en revuelta algarabía. Los aparejos se destacan sobre el cielo como una tela de araña y los botes hienden el agua azul. Entran en la bahía, flanqueada a ambos lados por elevadas rocas que coronan los fuertes; por las troneras asoman su negra boca los largos tubos de los cañones y unos hombrecillos diminutos — los centinelas— van y vienen. Los fuertes quedan atrás y alrededor todo es una ruidos confusión de barcos de vela y vapor, de lanchas y de yolas. El acorazado avanza lentamente entre ellos, como un monstruo, y se detiene a unas decenas de brazas de la orilla, junto a otro gigante gris, sucio como él. Retumba con estrépito la cadena del ancla al hundirse impaciente en el agua. En la orilla todo es ruido y animación. Se oye un repicar de campanas. Los coches de punto cruzan veloces.

Es noche cerrada. Las estrellas lucen. La ciudad ha enmudecido y sólo el azul resplandor de la electricidad sigue silencioso sobre ella. Entre las tinieblas de la noche de verano se recorta junto a la orilla la inmensa mole del acorazado; no lejos de él hay otro. En ellos todo está quieto. Del bulevar llegan los sonidos de una orquesta, que desaparecen suavemente y se diluyen en la oscuridad y el silencio; nadie diría si son unas notas alegres, o triste y melancólicas. A veces, de los fuertes del otro lado de la bahía , llega el rayo de luz, largo y azulenco, de un reflector. Se va moviendo, y al entrar en su zona se iluminan vivamente por un segundo las aguas plateadas y vivas, las pesadas torres, los costados y los cañones del acorazado, la arena y las piedras de la orilla, los árboles, los blancos muros de las casas, los tejados... Apágase y vuelve la noche, vuelven las estrellas, la silenciosa neblina azul sobre la ciudad y las confusas siluetas de los negros acorazados. Hace tiempo que han regresado al buque los marineros, satisfechos y contentos, y en la arena no queda más que la huella que produjo al atracar el bote. La medianoche había pasado, y por detrás de las oscuras casas habían salido nuevas estrellas rutilando perezosamente como unos ojos que se despiertan, cuando hasta la orilla se arrastró una sombra. La sombra se acercó hasta el sitio donde había atracado el bote, avanzó indecisa por la arena, como buscando algo, olfateó y sobre el agua se alzó un "mia—a—au" que llamaba quejumbroso e impotente y se perdió en el silencio de la noche. Nadie se hizo eco. Los acorazados no eran sino unas vagas siluetas negras. Vaska estaba desesperado. Iba adelante y atrás sin fijarse en que se mojaba las patas, limitándose a sacudir de ellas la húmeda arena que se le pegaba, y lloraba, y llamaba ya con su hilo de voz lastimera, ya con un gruñido irritado y colérico. Pero todo era noche, todo era silencio. El relente y la inquietud le hacían temblar. Una oreja la tenía atravesada por un mordisco, el lomo ostentaba un desgarrón y de la cola le colgaban mechones, como de un abrigo de piel viejo. ¡Ay! Pero todo esto no era nada; lo importante era volver a casa y reunirse con aquellos cariñosos hombres que tanto le cuidaban. Y de nuevo llamaba, pedía, lloraba, volvía a irritarse y se paraba a escuchar con las orejas tiesas, y de nuevo iba y venía por la orilla, y de nuevo pedía, llamaba y lloraba con voz plena de

desesperación y de lágrimas. Pero todo era noche, silencio y siluetas negras e inmóviles. Entonces, todo tembloroso, se decidió. Metió una pata en el agua y permaneció un rato estremecido, mirando la oscura mole del acorazado. Un paso más. El agua salada le produjo una dolorosa sensación en las heridas. Quiso volverse atrás, pero no pudo, resbaló y empezó a nadar. Sintióse dominado por un desesperado sentimiento de horror que no podía compararse con nada. Ante los mismos ojos tenía una pequeña onda que se iba haciendo atrás; más lejos brillaba el agua, pesada y fría, y se divisaba una negra silueta. Vaska movía las patas desesperadamente y la cabeza le daba vueltas del cansancio que empezaba a apoderarse de él. La negra mole seguía levantándose muy lejos sobre el agua. Vaska gritaba con voz desgarrada,sacando en ocasiones el cuerpo como si se dispusiera a saltar y hundiéndose otras veces hasta las orejas. No respondía nadie. Las salpicaduras que levantaba con las patas delanteras le cegaban. Dejó de ver la mole de la negra silueta, dejó de ver el agua y, perdida la orientación, sin distinguir nada, chapoteaba, casi perdidas las últimas energías; el agua, que se le metía por la boca, no le dejaba gritar. Sus patas tropezaron con una pared mojada. Sus uñas resbalaban sin poder agarrarse; sacudiendo la cabeza pudo sacar medio cuerpo fuera del agua y gritó con voz desgarrada, que más que voz era un alarido. Los ojos se le oscurecieron. La pared lisa y mojada seguía escapándose a sus uñas. Allá arriba se oyó una voz humana: —Diríase que es un gato. —Estoy aquí...¡Me ahogo! — gritó más desesperadamente aún Vaska. —Pues sí que es un gato. —Yo hace rato que lo oigo. —A ver, a ver... Por la pared, desde arriba, se deslizó un rayo de luz y se detuvo en los anegados ojos de Vaska. —Sí, es un gato. ¡Trae un cabo en seguida!...

—Muchachos, ¿dónde ese habrá metido Vaska? — dijo Grigori. — ¿Por qué lo preguntas? —Hace tres días que no lo veo. —Estará durmiendo en algún rincón. ¿Qué puede ocurrirle? Pero al cabo de tres día el gato seguía sin aparecer. En vano lo buscaron por todos los sitios. Grigori miró en los puentes, se asomó a los rincones más escondidos, bajó a la sala de máquinas y a las calderas, revisó el almacén lleno de montones de estopa de los cables viejos, donde le gustaba dormir a Vaska: nada. La inquietud se apoderó entonces de todo el acorazado. Al domingo siguiente, los marineros que habían bajado con permiso trajeron la noticia: Vaska había aparecido, estaba en el acorazado vecino. Por la noche había llegado nadando. Cuando esto se supo, entre los marineros cundió el revuelo. Aprovechando un rato libre, un nutrido grupo se reunió en la proa. Grigori tomó entonces las banderas de señales y llamó al otro acorazado. —Hermanos, dadnos el gato; es nuestro. De allí respondieron: —Vino aquí y es nuestro. Grigori insistió: —Lo hemos criado, se había acostumbrado a nosotros, el gato es de nuestro buque. Y de allí: —Mirad por los prismáticos. Grigori miró: en el otro acorazado una veintena de manos callosas y manchadas de brea mostraron una enérgica higa. Las banderas decían: —¡Tomad vuestro gato! Luego levantaron al animal, que se resistía, y lo mostraron por un momento a los vecinos.

Los marineros, irritados, enseñaron los puños y el código de señales transmitió los más rotundos juramentos. —¡Ah, malditos! —Hermanos, hay que recuperar a Vaska. —Es un robo.Es un animal del barco... No tienen derecho... —¡Nos veremos las caras!... ¡No os lo vamos perdonar!.... En la cubierta apareció un oficial y se dispersaron. Todo el tiempo se reunían en grupos. Grigori, pálido y con las aletas d ela nariz temblorosas, se acercaba y decía: —Hay que hacer algo... Pronto nos haremos a la mar y Vaska se va a quedar con ellos... Eso no puede ser... Todo se le revolvía en su interior cuando pensaba que se iban a hacer a la mar sin Vaska. Este gato gris que a veces accedía a que le hicieran una caricia era como un tenue hilo que le unía al Dniéper, a la jata de la tía Gorpina, y al polvo que se levantaba perezoso al paso del rebaño, y a toda la villa, a toda la tierra natal que tan lejos y tan triste le esperaba. Y si no estaba el gato, no tendría ni al Dniéper, ni los juncos, ni el bosque del otro lado del río; apagaríanse los ojos de las muchachas que le esperaban en la aldea. —Hermanos, esto no puede quedar así...¡Hay que recuperar a Vaska! —Que nos devuelvan el gato... —Les ajustaremos las cuentas... Y el acorazado parecía como el campo cuando a la caída de la tarde se e cubierto de negros nubarrones. Era como si de la enorme máquina tan bien ajustada en todas sus partes, cuando funcionaba a plena marcha y todo se movía y giraba suavemente, hubiesen quitado una minúscula ruedecilla y se percibiesen los chirridos y crujidos de las bielas y los cojinetes. De la noche a la mañana, la vida del gato entre la marinería, sus costumbres y mañas adquirieron una importancia singular, que antes no apreciaban debidamente. Era como si en el acorazado se sintiese un vacío. A cada momento, cuando no había oficiales a la vista, transmitían con las banderas de señales las amenazas y los juramentos más selectos al otro acorazado. Los otros no se quedaban cortos en la respuesta.

Y descargó el puño sobre la cara del enemigo más próximo, que se cubrió instantáneamente de sangre. Por la orilla, hasta el otro lado de la bahía se extendió un rugido: —A—a—ah! Grigori desapareció al momento entre una nube de puños. Los dos grupos se confundieron como oleadas que chocan. Caras ensangrentadas, puños, jadeos y gemidos. Las pesadas botas pisoteaban los caldos. Aquello no era más que un montón de cuerpos que se removían pesadamente, como un revoltijo de lombrices, del que salía un "a—a—a— ah"del que no era posible distinguir nada. Los enemigos se agarraban caían al agua, salían de ella jadeando, rotos, con los ojos llenos de cardenales, y se miraban como gallos de pelea. —Qué... ¿quieres más? —¡Venga el gato!... Hicieron falta varias horas de ingentes esfuerzos para poner fin a la pelea. Sobre la pisoteada arena, cubierta de hoyos, no se veía sino gorras de marinero, mangas arrancadas, perneras, pantalones rotos y abundantes manchas de sangre. Veinte hombre fueron llevados al hospital; de dos de ellos se decía que no sobrevivirían. Los demás mostraban unas caras tumefactas y cubiertas de cardenales. Una negra nube se cernió sobre los acorazados. Corríanse voces de que los marineros iban a ser entregados a un consejo de guerra. El primer oficial reprendió durante largo rato a los marineros, formados en cubierta. Estos le escucharon firmes, tiesos como velas, sin pestañear. Pero cuando sonó la voz de "rompan filas" y el primer oficial siguió su filípica ya en torno paternal y los marineros se apiñaron junto a él, sus caras bronceadas, cubiertas de chirlos, se mostraban tercas; todos seguían en sus trece... —¿Qué mosca os ha picado? Os habéis vuelto locos... — No, mi teniente; nosotros queremos justicia. —El diablo sabe qué es esto... y todo por un gato... Vaya un tesoro...

—Permítame que le explique, mi teniente; el gato lo comprende todo, y venía a su barco. Ellos lo cogieron sin razón ni motivo. Pero nosotros nos saldremos con la nuestra, aunque nos fusilen a todos. El oficial escupió y se alejó del grupo. Aquella misma tarde el oficial primero informaba de todo lo sucedido al comandante, que acababa de regresar después de unos días de ausencia. El comandante le escuchó en silencio, mientras con las manos en la espalda y la vista baja se paseaba por el camarote. Luego se detuvo irritado: —¡Esto es algo inaudito!... Es un escándalo... Y lo comprendería si hubiese un motivo razonable, pero por un gato... Vamos a ser la irrisión de todos. En el extranjero se van a burlar de nosotros, vamos a salir en todos los periódicos satíricos. —He de poner en su conocimiento que los marineros siguen obstinados en su idea. Querría equivocarme, pero podrían producirse choques de muy graves consecuencias. El comandante se detuvo en seco: —Pero comprenda usted. Yo no puedo enviar al consejo de guerra a novecientos hombres por un gato. Eso sería... Yo comprendo que puede producirse cualquier reyerta, pero por un gato es algo que no se explica. Siguió su nervioso ir y venir y de nuevo se detuvo ante el primer oficial. —Por lo demás, ¿qué derecho tienen a apoderarse de ese gato? Hay que considerar la psicología del marinero. No son de madera, no son soldaditos de plomo. ¡Un gato! ¿Qué es un gato? Y al mismo tiempo, comprendo el cariño de esos hombres. Para ellos el gato es su casa, el hogar familiar, el lejano pueblo natal. Mire, Alexandr Ivánovich, haga el favor: disponga que manden un oficio al comandante del otro acorazado. Que devuelvan inmediatamente el gato a sus dueños. Yo no puedo procesar a la gente por un gato. En las oficinas, donde el primer oficial dio cuenta de la orden del comandante, se pasaron largo rato discutiendo acerca de la redacción de tan inusitado oficio. El escribiente, armado de larga pluma con el manguillo mordisqueado, empezó varias veces, tachó y volvió a empezar.